jueves, 31 de mayo de 2018

Flores a MARÍA 31 de MAYO

Reflexión de hoy

Lecturas



Alégrate hija de Sión, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén.
El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo.
El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no temas mal alguno. Aquel día se dirá a Jerusalén:
«¡No temas! ¡Sion, no desfallezcas!».
El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta. Acabé con tu mal, con el peso de tu oprobio.


En aquellos días, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y levantando la voz, exclamo:
«¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu Vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». María dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
"Su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre».
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.

Palabra del Señor.

Santa Camila Bautista de Varano

Camila Bautista nació en Camerino el 9 de abril de 1458, hija del príncipe Julio César de Varano y de la señora Cecchina di maestro Giacomo. Si bien nacida fuera de matrimonio, la niña creció en el palacio paterno, donde recibió una adecuada instrucción en las artes y las letras bajo el cuidado de doña Juana Malatesta, esposa del príncipe.

En torno a los 8 o a los 10 años, después de escuchar una exhortación del predicador Fr. Domingo de Leonessa, hizo voto de meditar cada viernes la Pasión del Señor y derramar, al menos, una lágrima. Este simple compromiso, abrazado con infantil entusiasmo y observado con una constante fidelidad incluso cuando le costaba sacrificios, le abrió los insondables horizontes de la gracia y la condujo a una intensa vida espiritual. Ella misma escribió: «Por virtud del Espíritu Santo, aquella santa palabra quedó impresa de tal manera en mi tierno e infantil corazón, que ya nunca marchó del corazón ni de la memoria». Algunos años después, otro franciscano, Fr. Pacífico de Urbino, animó a Camila a perseverar en el voto que había hecho.

De los 18 a los 21 años transcurrió un trienio de íntimas luchas espirituales, atraída por las realidades del mundo, pero sin jamás renunciar a su Señor sufriente, por amor del cual comenzó a practicar una austera ascesis. Comentando este tiempo de su vida interior, escribiría después con toda convicción: ¡Bienaventurada aquella criatura que por ninguna tentación deja el bien comenzado!

Durante la Cuaresma de 1479, en la iglesia de San Pedro en Muralto, por la predicación de Fr. Francisco de Urbino, la vigilia de la fiesta de la Anunciación, obtuvo la luz interior para comprender el don inestimable de la virginidad consagrada. En la Octava de Pascua, después de la confesión general hecha a Fr. Oliviero de Urbino, obtuvo el don de una profunda purificación.

Así preparada para ser toda de Cristo y vencida la resistencia paterna que duró dos años, el 14 de noviembre de 1481 ingresó en el monasterio de las Clarisas de Urbino, tomando el nombre de sor Bautista, usual en aquel tiempo también para las mujeres. Hacia finales de 1483 emitió la profesión religiosa. En los primeros días de enero de 1484 regresó a Camerino con ocho compañeras y, el domingo 4 de enero, dieron comienzo formal a la nueva comunidad de Hermanas Pobres de Santa Clara, en el monasterio que su padre había adquirido para ella de los monjes Olivetanos.

Se sucedieron los dones extraordinarios del divino Esposo, atestiguados en su autobiografía: iluminaciones interiores, palabras encendidas, éxtasis, visiones de ángeles y santos. Pero sobre todo se le concedió el insaciable deseo de participar de los dolores interiores que el Redentor había probado en su pasión. Alimentando diariamente su meditación en la Sagrada Escritura y en la liturgia, viviendo constantemente en la presencia de Dios, como atestigua su padre espiritual Antonio de Segovia, olivetano, la Santa escribió a lo largo de los años diversos textos de literatura mística, que, por su elevación, fueron apreciados por insignes eclesiásticos y santos como san Felipe Neri.

A la edad de 35 años fue elegida por primera vez abadesa, servicio en el que fue confirmada repetidas veces.

Llegó también para la Santa el tiempo de la prueba. La primera fue la aridez del alma, que duró cinco años, de 1488 a 1493, en la que experimentó el silencio de Aquel que era el único motivo de su vida. El eco de este tormento espiritual está ampliamente contenido en la carta autobiográfica conocida como Vida espiritual. La segunda prueba la hirió en sus sentimientos, primero, por la excomunión de parte del Papa Alejandro VI contra su padre, culpable de haberse resistido a la limitación que quería imponerse al señorío de Camerino; después, por la prisión de su padre y de tres hermanos por parte de César Borgia, que, finalmente, los hizo matar cruelmente el 9 de octubre de 1502. En tan trágica circunstancia, Camila Bautista había buscado en vano refugio en la ciudad de Fermo, encontrando después asilo en Atri, en el reino de Nápoles, junto a Isabel Piccolomini Todeschini, esposa de Mateo de Aguaviva de Aragón.

Tras la muerte de Alejandro VI el 18 de agosto de 1503, la Santa regresó a Camerino, donde el más pequeño de sus hermanos, Juan María, había podido reconstruir el señorío de los Varano.

El 28 de enero de 1505, el Papa Julio II, que la estimaba mucho, la envió a formar una nueva comunidad de clarisas en la ciudad de Fermo, donde permaneció dos años; también modeló la nueva comunidad de clarisas de San Severino Marche en los años 1521-22. Su espíritu de caridad la hizo sierva del prójimo de múltiples maneras: en la formación espiritual de las hermanas; en la redacción del tratado La pureza del corazón, que le había pedido un religioso; en la intercesión a favor de los condenados a muerte y para salvar a la ciudad de Treia de las soldadescas mercenarias. Según el testimonio de una hermana clarisa, en su corazón encontraba lugar toda la Iglesia de Cristo, por la cual oró y sufrió; en efecto, además de los defectos o las carencias de tantos eclesiásticos, la herían las noticias que desde 1517 llegaban de Alemania, donde el monje agustino Martín Lutero propugnaba la separación de la Iglesia romana.

Llegada a la edad de 66 años, de los cuales había pasado 43 en la intimidad del claustro, su ansia de «salir de la cárcel de este cuerpo para estar con Cristo» se apagó el 31 de mayo de 1524. Su muerte aconteció envuelta en el silencio, a causa de la peste, en el monasterio de Camerino, donde reposan sus restos mortales. Benedicto XVI la canonizó el 17 de octubre de 2010, en la plaza de San Pedro del Vaticano.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Flores a MARÍA 30 de MAYO

Reflexión de hoy

Lecturas



Queridos hermanos:
Ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con algo corruptible, con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo, previsto ya antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos por vosotros, que, por medio de él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios. 
Ya que habéis purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad hasta amaros unos a otros como hermanos, amaos de corazón unos a otros con una entrega total, pues habéis sido regenerados, pero no a partir de una semilla corruptible sino de algo incorruptible, mediante la palabra de Dios viva y permanente, porque «Toda carne es hierba y todo su esplendor como flor de hierba: se agosta la hierba y la flor se cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre». Pues esa es la palabra del Evangelio que os anunció.


En aquel tiempo, los discípulos iban subiendo por el camino hacía Jerusalén y Jesús iba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que lo seguían tenían miedo. Él tomó aparte otra vez a los Doce y empezó a decirles lo que le iba a suceder:
-«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, se burlarán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán; y a los tres días resucitará». Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron:
-«Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir». Les preguntó:
-«¿Qué queréis que haga por vosotros?». Contestaron:
-«Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús replicó:
-«No sabéis lo que pedís, ¿podéis beber el cáliz que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?». Contestaron:
-«Podemos». Jesús les dijo:
-«El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y seréis bautizados con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado». Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan.
Jesús, llamándolos, les dijo:
-«Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos»

Palabra del Señor.

Santa Juana de Arco

Patrona de Francia y Doncella de Orleáns

En la infancia, nadie hubiera podido adivinar la vidente ni la heroína. Tal vez lo único que la distinguía a los ojos de sus convecinos era lo que ellos llamaban exceso de piedad: el rezar largo tiempo con la frente apoyada en la tierra, el permanecer en la iglesia con los ojos fijos en el crucifijo o en el Cielo y el comulgar con bastante frecuencia, con demasiada frecuencia, según apreciación del párroco, Por lo demás, sabía reír, jugar con sus compañeras y hacer con esmero todas las labores que se le encargaban en casa. En su pueblo de Domremy, en aquel rincón humilde de Lorena, el tema sempiterno de las conversaciones era la guerra, la guerra que se prolongaba año tras año entre Francia e Inglaterra. El reino de Francia parecía próximo a desaparecer. Todo el oeste era inglés; los borgoñones, amigos de los invasores, eran dueños de Flandes y de la Picardía; París estaba también en su poder, y el descendiente de San Luis, Carlos VII, el pobre rey de Bourges, como decían unos con ironía, el delfín, como le llamaban otros, porque no había podido consagrarse en Reims, andaba huyendo de ciudad en ciudad, traicionado por sus ministros, odiado por su madre, abandonado por sus caballeros.

Tal es el ambiente en que creció la Joven predestinada: un hogar pobre y cristiano, una pequeña aldea y un tiempo de humillaciones para su patria. De cuando en cuando llegaban los heridos contando escenas de horror; los disparos de las culebrinas y los silbidos de las saetas de los terribles arqueros ingleses se oían en los alrededores, y un día la iglesia y las casas de Domremy fueron saqueadas e incendiadas. Santiago de Arco se refugió durante unas semanas en un mesón de las cercanías con sus hijos y sus ganados; pero ese apego invencible que tiene el labrador al hogar de sus antepasados le llevó de nuevo a Domremy. Juana siguió trabajando, siempre dócil a cualquier indicación de sus padres: «hilaba, conducía el arado, guardaba los animales y abrazaba solícita cualquier tarea propia de las mujeres». De repente, un día de estío, mientras cosía en él jardín de su casa, oyó una voz que venía del lado de la iglesia, acompañada de una gran claridad. El susto de la niña fue tal, que no pudo darse cuenta de nada. Pero los días siguientes la aparición se reprodujo, y pudo distinguir a un guerrero al lado, que con la mano izquierda embrazaba el escudo y con la derecha levantaba un estandarte. Era San Miguel, que venía a manifestarle su misión de libertar a Francia del poder de los ingleses. Juana tenía entonces trece años; pero, hija del campo, parecía ya una mujercita.

Al poco tiempo, el arcángel no se deja ver más; pero en su lugar vienen dos mujeres de belleza espléndida, vestidas de regios mantos y ceñidas de coronas de oro. Según su propio testimonio, son Santa Catalina y Santa Margarita. La muchacha tiene con ellas frecuentes conversaciones, las ve con claridad, siente el perfume que exhalan sus cabellos, las abraza, y, cuando se alejan, llora; pero ellas no tardan en volver, a fin de prepararla a su gran destino. La aconsejan, la dirigen, la reprenden y forman su espíritu en el sufrimiento y en el sacrificio. Ante la perspectiva del futuro que se descorre a su vista, Juana tiembla, lucha consigo misma, y, deshecha en lágrimas, se esfuerza por sacudir aquella responsabilidad. Entonces las Voces se irritan, amenazan y gritan:

—Hija de Dios, ve, ve, ve; nosotras estaremos a tu lado.
—Pero si no soy más que una pobre ignorante—dice la joven—; no entiendo de guerra; no sé montar a caballo.
—La audacia te basta—replican sus consejeras
—. Y nosotras—añaden—te daremos un signo por el cual se crea en tu misión.

Juana se deja convencer, y, como signo de su aceptación, hace voto de virginidad en presencia de los ángeles y en manos de Santa Margarita, quien le pone en el dedo una anillo de bronce donde estaban grabados los nombres de Jesús y de María.

Cinco años duró aquel noviciado celeste, años de prueba, de oración y de recogimiento. Algo de aquellas prodigiosas apariciones empezaba a correr por el pueblo, y Juana empezaba a ser objeto de veneración para unos, y para otros de burla. El más obstinado en la incredulidad fue su mismo padre. Un día, viendo que sus hijos comentaban estas cosas en el hogar, dijo, lleno de irritación: «Si yo supiese que eso es verdad, quisiera que la ahogaséis; y si no lo hicieseis vosotros, yo mismo la arrojaría al Mosa.» La muchacha callaba y lloraba, vigilada en casa como una reclusa, hasta que un pariente de la familia vino a Domremy para pedir a Santiago de Arco que le permitiese llevarse a la joven por una temporada. El duro campesino accedió, pensando que no le vendría mal a su hija un cambio de aires.

Fue este pariente el primero que recibió con interés las confidencias de Juana, ofreciéndose a ayudarla para poner en práctica sus planes. Urgía obrar con rapidez. Las tropas francesas iban de derrota en derrota, los enemigos habían cercado a Orleáns y las Voces se hacían cada vez más apremiantes. Ante todo, convenía recibir la aprobación del comandante Roberto de Baudricourt, que representaba en la región al delfín. Este castellano era un hombre violento, brutal y poco escrupuloso. La primera vez que Juana se presentó ante él, soltó la carcajada y aconsejó a su pariente que la metiese en una casa de salud; la segunda vez hizo que un sacerdote echase sobre ella los exorcismos; la tercera vez creyó que aquella joven podría servir de juguete a la soldadesca. Juana, sin embargo, seguía firme en su propósito, suspirando por realizarlo, con una impaciencia que le quitaba el sueño, causaba en ella accesos de fiebre y daba a sus ojos una expresión más profunda. «Estaba como una mujer a punto de dar a luz», decía la señora en cuya casa vivía, no lejos del castillo de Baudricourt. Habíase propuesto no separarse de allí hasta recibir una carta de recomendación para el príncipe. Pero el magnate no quería hacerle caso. «Que me traiga un signo de su misión divina, y entonces veremos», decía con rudeza de hombre de armas. Y un día Juana se presentó a él con el signo requerido. «En nombre de Dios—le dijo ella—, ya tardáis mucho en enviarme a la corte; porque hoy el gentil delfín ha tenido cerca de Orleáns una gran derrota, y pronto sufrirá otra mayor si no me enviáis a él en seguida.» Unos días más tarde se recibió la noticia del desastre de Rouvray. Baudricourt, va convencido, tomó bajo su protección a la joven, puso a sus órdenes una pequeña escolta, hizo que le cortasen la cabellera, dióle una buena armadura, en lugar del sayo rojo que hasta entonces llevaba, y se la envió a Carlos VII. Luego, el viaje desde los confines de la Lorena hasta Chinon, donde estaba el delfín: ciento cincuenta leguas a través de un país ocupado por los borgoñones, entre peligros de bandoleros, caminando día y noche y pasando a nado los ríos, pues los puentes estaban ocupados por el enemigo. La virgen de Lorena caminaba como una walkyria, impaciente por llegar en auxilio de su patria. Fueron diez días de carrera vertiginosa, iluminados por la esperanza de la victoria.

En Chinon, nuevamente las dificultades, las antecámaras, los entorpecimientos. El delfín estaba preso por su Consejo; éste no era partidario de una acción rápida; quería parlamentar, conseguir la paz por las vías diplomáticas, entenderse con el enemigo. Allí estaba La Tremoille, el Mefistófeles de la corte, el genio malo de Carlos VII, vendido a los borgoñones. Largos días de inacción, de impaciencia, de desilusión. Pero el pueblo exige. El pueblo sabe que ha aparecido la libertadora; la mira con entusiasmo y empieza a llamarla la Pucelle, la doncella, la virgen. En boca de todos corre la vieja profecía de Merlín: «Una virgen descenderá sobre la espalda del arquero y protegerá con su sombra las flores de lis.» Y la virgen está allí, dispuesta a blandir la espada y a quebrantar los arcos ingleses. Además, Juana tiene un signo nuevo de su misión: ha prometido conocer al delfín entre todos sus cortesanos. Al fin, consigue ser recibida. Trescientos señores ríen y charlan en la gran sala del castillo. La aldeana entra sin inmutarse, mira en todas direcciones y queda perpleja. Un escudero la señala a un conde lujosamente ataviado, que conversa junto a las gradas del trono. «No—responde—, no es ése.» Y el trono, vacío. De pronto se mueve una cortina, aparece un hombre, y la joven se dirige hacia él, se descubre, se detiene a distancia de una lanza, hace graciosamente las inclinaciones de rúbrica, y saluda:S. Juana de Arco

—Dios te guarde, gentil delfín.
—¿Qué dices?—replica el interpelado—; el delfín está allí, al lado del trono.
—En nombre de Dios—vuelve a decir Juana—, el delfín eres tú, gentil príncipe, y nadie más.

Grande fue la impresión que causó aquel reconocimiento, pero la causa no estaba ganada todavía. Siguieron los exámenes, los interrogatorios, las consultas de los doctores y los cortesanos, la incertidumbre del rey, la incredulidad interesada de los ministros. Por órdenes superiores, dos matronas vinieron a examinar a la Pucelle, y, contra los que se imaginaban ver en ello un genio del mal, testificaron que era mujer y virgen. No obstante, la gente universitaria pedía nuevos signos. «En nombre de Dios—respondía ella—, no he venido aquí para hacer signos; llevadme a Orleáns y os mostraré los signos para los cuales he sido enviada.» Su espíritu triunfaba de todas las dificultades y todas las argucias. La erudición escolástica de sus jueces, cargada de reminiscencias y de distingos inútiles, parecía como un estanque cubierto de hojas muertas, ante la ciencia original, inspirada, espontánea como el chorro de una fuente, de aquella joven que, según su propia expresión, no sabía a ni b, pero tenía una iluminación más alta. «Los libros de nuestro Señor—decía ella—valen bastante más que los vuestros.»

Mientras los doctores discutían, ella se armaba y se preparaba a la lucha. Sabía que todas aquellas dilaciones terminarían con una sentencia favorable. Y así fue. Entonces el rey le encomendó el mando de sus tropas, puso a su disposición pajes, criados, escuderos y caballos, y para que se presentase en el ejército con todo el prestigio de su rango la envió a Tours, donde se hacían las mejores armaduras. Vistiéronle la cota, el casco, el escudo, y cuando fueron a ceñirle la espada, se negó a recibirla.

—¿Sin espada vais a marchar al combate?
—Mi espada será la que Dios ha destinado para mí; se encuentra en el santuario de Santa Catalina de Fierbois.
—Nadie tiene la menor noticia de ella.
—Pues id allá, y en un arca hallaréis la espada santa, que tiene cinco cruces en la empuñadura.

Y la espada milagrosa apareció en un estuche olvidado. Estaba oxidada por los siglos, pero los armeros de Tours la devolvieron el brillo antiguo.

A principios de mayo de 1429 Juana estaba delante de Orleáns. Su primer paso fue preparar el ejército con una misión: los dados y las bolas desaparecieron del campamento, la gente inútil fue despedida, y todos los soldados se acercaron a comulgar. «Ahora—dijo ella—en cinco días echaremos de aquí a los ingleses.» De entre los jefes, nadie quiso creer en esta profecía, pero el soldado tenía fe ciega en sus palabras. Un testigo de vista dice: «Parecía un ángel cuando atravesaba las filas montada en su caballo.» A todos causaba gran maravilla su garbo y gentileza. Ningún contemporáneo nos ha dicho que fuese hermosa, pero en su rostro se reflejaba una luz divina que deslumbraba. Era bien proporcionada de cuerpo, el color moreno, los pechos abultados, ágil, esbelta y de una gran viveza, que la hacía estallar en santas cóleras. Pero al mismo tiempo tenía un alma muy sensible; lloraba en la oración, cuando se confesaba, cuando recibía una herida en el combate, cuando la injuriaban sus enemigos en lo que una mujer tiene más precioso, cuando pensaba en la pérdida de las almas. Todos sus compañeros de armas estaban admirados de su resistencia en la fatiga. A veces permaneció seis días seguidos sin quitarse la armadura. En las batallas se la ve por todas partes; galopa infatigablemente, y en pocas semanas rinde a los mejores caballos. Parecía flexible como una lámina de acero, y tan ligera en las operaciones, que rara vez podían seguirla sus escuderos. En su trato, jovial; en su conversación, fina y graciosa. A su lado y como asesor, estaba el duque de Alenzon, a quien ella llamaba siempre «mi bello duque», y al conde de Dunois le decía bromeando: «Avísame cuando lleguen los ingleses; si no, corre peligro tu cabeza.» Cuando las gentes se le presentaban pidiéndole que tocase algún rosario, decía a los que la rodeaban: «Tocadlo vosotros, porque es igual.»

Cinco días bastaron para libertar a Orleáns, según la promesa de la heroína. Una mañana la Pucelle se despertó gritando sobresaltada: «En nombre de Dios, la sangre corre; ¿dónde están mis escuderos?» Llega un paje con el caballo, otro pone en sus manos la bandera, y ella sale volando hacia la orilla del Loira. Allí, un grupo de franceses empieza a ceder ante el empuje del enemigo. Ha sido un combate imprevisto; pero misteriosamente ella ha oído en sueños el silbar de las flechas. Ahora alienta a los que desmayan, manda colocar las escalas, y a las pocas horas el enemigo abandonaba una de sus mejores fortalezas. Al día siguiente cae otro castillo; y Juana anuncia la rendición inmediata de la más fuerte de las posiciones del enemigo. El consejo de los jefes se opone. «Eso—dicen—es una temeridad.» Esta es la razón que dan ellos, pero, en el fondo, es que les duele la popularidad de la heroína. «Decidme lo que habéis resuelto»—les dice ella indignada. «Juana, no te irrites»—responde Dunois el bastardo. Toda oposición parece deshecha; pero al día siguiente, al tiempo de salir al combate, Juana recibe la orden de volver. «Sois unos malvados—responde ella—; pero, queráis o no, los hombres de armas pasarán.» Los hombres de armas siguieron a la heroína, cruzaron el río, se lanzaron al asalto y la fortaleza cayó en su poder. Aquella misma noche los ingleses se retiraban a favor de la oscuridad.

Así quedó libre Orleáns. Cuatro días habían bastado para realizar una empresa que todos consideraban como imposible. Viene después la campaña del Loira. Nuevos heroísmos, seguidos de resonantes victorias. Juana de Arco se revela no solamente como una amazona, impenetrable al miedo, sino también como un jefe experimentado. No asiste a los consejos de guerra, pero tiene intuiciones bélicas, que logra imponer con su don de someter las voluntades. Los castillos y las plazas se rinden, los enemigos huyen, y la doncella vencedora puede llevar hasta Reims a su delfín y convertirle, por la consagración, en el rey Carlos VII. «Aún no es hora», le dicen a veces los contemporizadores, los amigos de las negociaciones diplomáticas, los que no saben lo que es el amor patrio; pero ella contesta resuelta; «La mejor hora es la de Dios.» Más de una vez cae herida en medio de la lucha. Entonces llora un momento, pero se levanta luego llena de coraje, monta a caballo, trepa por la escala, tremola el estandarte sobre el muro, y los guerreros la siguen al triunfo. «Ve, ve, hija de Dios—le dicen las Voces—; a tu lado estamos.» En cierta ocasión, una piedra cae sobre su cabeza; presa del vértigo, cae al foso, se sienta en él un momento y sube de nuevo como si tuviese alas, gritando a su hueste amedrentada: « ¡Arriba, compañeros, en el nombre del Señor!» Los defensores quedan aterrados; ceden, huyen. El comandante llega diciendo: «Me rindo a la Pucelle.»

Pero el diplomático es siempre enemigo del guerrero. Allí está La Tremoille, conjurando siempre, tratando siempre con los borgoñones, poniendo siempre obstáculos a las inspiraciones de la virgen victoriosa. La intriga tiende sus lazos en torno suyo. Se empieza a desconfiar de ella, se la condena a la inacción. Esto la entristece y la acongoja. Ya habla de morir, y no han pasado más que unos meses después de los triunfos de Orleáns. « ¡Oh! —exclama—. ¡Si mi Criador quisiera que pudiese ir de nuevo a servir a mi padre y a mi madre, guardando con mi hermana las ovejas!» Al fin, después de muchas vacilaciones, se decide la marcha hacia París. Juana vuelve a recobrar sus primeros entusiasmos. Camina alegre, sembrando el optimismo en torno suyo, y apenas divisa la ciudad, cuando da la orden del asalto. Su hueste avanza, el pánico cunde por el interior; ya son suyos los arrabales; sus gentes trabajan en cegar ios fosos, cuando cae herida por una flecha. Desde este momento, la lucha se amortigua, el enemigo se envalentona y los suyos empiezan a retirarse. Pero ella vuelve, infundiendo valor. « ¡Adelante!—clama—. ¡París es nuestro, me lo dicen mis Voces!» Es tarde. La Tremoille acaba de dar orden de retirada. Sólo ella continuaba luchando, hasta que unos brazos hercúleos la aprisionan y la llevan al campamento. «Entraremos mañana», decía para consolarse; pero al día siguiente el rey daba la orden de retirada. La camarilla de los diplomáticos había triunfado.

Juana de ArcoPocos días después, Juana, persiguiendo a las mujeres de mal vivir, «locas de su cuerpo», que seguían a los soldados, rompió sobre una de ellas su espada, la espada santa de Fierbois, la que sabía dar tan duros golpes y tan buenos tajos. Todos vieron en el suceso un mal presagio, y ella, aunque no era supersticiosa, empezó a llenarse de triste presentimiento. De pronto, el velo del porvenir se descorre ante sus ojos. Fue en la primavera de 1430, ante los muros de Melun, después de una gran victoria. Sus Voces le aseguraron que antes de San Juan sería hecha prisionera. El anuncio la sobrecogió. Dócil, sin embargo; a la voluntad divina, se sometió a la prueba, rogando solamente que la cautividad fuese corta. «Dios te ayudará», le dijeron solamente las Voces. No obstante, seguía luchando con el denuedo de sus primeros días. Algo después volaba en socorro de Compiegne. Nunca había manifestado tanta audacia como en este momento. Sin embargo, el abismo se presentaba cada día con más claridad ante sus ojos. Gustábale comulgar al lado de los niños y conversar con ellos; y a ellos es a quienes más fácilmente se confiaba. « ¡Oh mis buenos amigos—les dijo un día en el pórtico de una iglesia de Compiegne—, mis queridos pequeñuelos, rogad a Dios por mí! Pronto seré entregada a la muerte. Me han vendido, me han traicionado.» Pocos días después, uno de los últimos de mayo, habiendo llevado su gente contra el enemigo que asediaba la plaza, se vio rodeada de un ejército de ingleses, flamencos y borgoñones. Viendo el peligro, sus hombres de armas huyeron a encerrarse dentro de las murallas. Ciega de rabia, ella siguió combatiendo, y cuando quiso entrar en la ciudad era ya tarde; el puente estaba levantado, Alguien le gritó que se rindiese, y ella le contestó: .Mi fe la tengo dada a otro.» Y se defendía valientemente contra un grupo de enemigos. Pero uno tiró fuertemente de la toca de oro que flotaba bajo el casco y la arrojó al suelo. Así terminaba la carrera victoriosa de la heroína. Era prisionera del conde de Luxemburgo.

Después, la venta, los interrogatorios interminables, el proceso de Rouen, la hoguera. Un año entero de padecimientos, de injurias, de cautividad. Los ingleses quieren vengar sus derrotas, y han comprado muy cara a la Pucelle, para no satisfacer en ella sus venganzas. Cien jueces forman el tribunal: doctores de la Universidad de París, obispos, abades, frailes y arciprestes. Pedro Cauchon, obispo de Beauvais, un obispo escéptico, cortesano y sin conciencia, alma de Caifás, los preside. Hay también tipos de Judas: clérigos que se introducen en la prisión donde yace Juana encerrada en una caja de hierro, y haciéndose pasar por amigos suyos, la engañan y la confiesan para descubrir misteriosos secretos. Detrás están las espadas de Inglaterra. El juez que no condene será asaeteado o arrojado al Sena. Se acusa a Juana de brujería, de herejía, de sacrilegio. Lo que importa, sobre todo, es hacerle confesar que todo cuanto ha hecho lo ha hecho con ayuda del demonio. Pero ella permanece siempre fiel a sus Voces. Sus respuestas son admirables por la precisión y la claridad. Ni las discusiones públicas la intimidan. Delante del potro responde: «Aunque llegaseis a destrozar mis miembros hasta hacerme morir, no os diré otra cosa que lo que os he dicho.» Hay, sin embargo, en sus últimos días un momento de vacilación. Es en una audiencia pública. «Si no firmas esta cédula—le dice Cauchon-—, serás inmediatamente quemada. «Es inútil, no puedo», dijo ella; pero el pueblo, que la quería, no cesaba de invitarla a ceder. Y cedió. Se trataba de un cédula que era la retractación de toda su vida. De vuelta en la prisión, volvió otra vez a confesar sus Voces.

—¿Crees—le pregunto el obispo—que esas Voces son las de Santa Catalina y Santa Margarita?
—Sí, vienen de parte de Dios.
—¿Y te han hablado estos últimos días?
—Sí.
—¿Qué te han dicho?
—Me han declarado la gran miseria de la gran traición que cometí al abjurar por salvar la vida. Si yo dijese que no es Dios quien me ha enviado, me condenaría. Es verdad, es Dios quien me ha enviado. Todo lo que hice el otro día lo hice por temor del fuego.

No necesitaba otra cosa Pedro Cauchon para encender la hoguera. Al margen de esa declaración mandó escribir estas palabras: «Respuesta de muerte»; y luego marchó murmurando: «Farewell.» Era el desenlace de la siniestra tragedia. Al día siguiente reunió al tribunal y le expuso la situación. Todos declararon que la Pucelle debía ser entregada al brazo secular; rogando, añadieron unos, que se le trate benignamente; aunque otros, menos compasivos o más sinceros, protestaron de esta última cláusula. Era lo mismo. Aquello significaba que Juana iba a ser quemada. Dos frailes entraron en la prisión para notificarle la sentencia. La impresión fue terrible en la pobre doncella. Sollozaba profundamente, se arrancaba los cabellos con gestos convulsivos e inconscientes, y gritaba: « ¡Ay, ay! ¡Qué horriblemente me tratan! Este cuerpo, que nunca fue corrompido, va a ser reducido a cenizas. Apelo al tribunal de Dios, al gran Juez de vivos y muertos.» Pasada la crisis, se confesó durante largo rato, y por una contradicción extraña, a pesar de ser condenada por herética, le permitieron comulgar.

—¿Dónde estaré yo esta tarde?—preguntaba a su confesor.
—¿No tienes esperanza?
—Sí—replicó ella—; con la gracia de Dios, estaré en el paraíso.

Luego chirrió un carro a la puerta de la cárcel, aparecieron unos soldados ingleses y se la llevaron. Antes de subir a la hoguera pidió perdón a todos, y sus palabras hicieron saltar las lágrimas de muchos ojos. El mismo Cauchon lloraba. Después, dos verdugos la ataron a un poste, otro prendió fuego a las ramas; las llamas iluminaron el aire, y, en medio de un silencio profundo, se oyó a la mártir que clamaba con grito desgarrador: « ¡Jesús, Jesús, Jesús!»

martes, 29 de mayo de 2018

Flores a MARÍA 29 de MAYO

Reflexión de hoy

Lecturas



Queridos hermanos:
Sobre la salvación de las almas estuvieron explorando e indagando los profetas que profetizaron sobre la gracia destinada a vosotros tratando de averiguar a quién y a qué momento apuntaba el Espíritu de Cristo que había en ellos cuando atestiguaba por anticipado la pasión del Mesías y su consiguiente glorificación.
Y se les reveló que no era en beneficio propio, sino en el vuestro por lo que administraban estas cosas que ahora os anuncian quienes os proclaman el Evangelio con la fuerza del Espíritu Santo enviado desde el cielo.
Son cosas que los mismos ángeles desean contemplar.
Por eso, ceñidos los lomos de vuestra mente y, manteniéndoos sobrios, confiad plenamente en la gracia que se os dará en la revelación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no os amoldéis a las aspiraciones que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia.
Al contrario, lo mismo que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: «Seréis santos, porque yo soy santo».


En aquel tiempo, Pedro se puso a decir a Jesús:
«Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Jesús dijo:
«En verdad os digo que no hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más - casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones - y en la edad futura, vida eterna. Muchos primeros serán últimos, y muchos últimos primeros».

Palabra del Señor.

Santa Úrsula Ledochowska

Madre Úrsula Ledóchowska (1865-1939)

Fundadora de la congregación de Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante

Nació el 17 de abril de 1865 en Loosdorf (Austria), segunda de nueve hijos. Su madre, de nacionalidad suiza, descendía de una familia noble; su padre procedía de la antigua y noble familia polaca Ledóchowski, en la que destacaron hombres de Estado, militares, eclesiásticos y personas consagradas. Creció en un clima familiar lleno de amor y exigente. María Teresa, su hermana mayor, fundadora de las Misioneras de San Pedro Claver (Hermanas Claverianas), conocida como "madre de África", fue beatificada por el Papa Pablo VI en el año 1975; su hermano Vladimiro, un año menor que ella, fue superior general de la Compañía de Jesús de 1915 a 1942. Otro de sus hermanos, Ignacio, general del ejército polaco, murió asesinado por los nazis en el campo de concentración de Dora-Nordhausen, el año 1945.

En 1883 la familia se trasladó de Austria a Polonia. Tres años después, Julia entró en el convento de las Ursulinas de Cracovia. Durante la profesión religiosa, emitida en 1889, tomó el nombre de María Úrsula de Jesús. Destacó por su amor al Señor, su talento educativo y su sensibilidad ante las necesidades de los jóvenes en las difíciles circunstancias sociales, políticas y morales de su tiempo. En 1904 fue elegida superiora del convento de Cracovia. En ese tiempo emprendió valientes iniciativas apostólicas. Abrió un internado para jóvenes universitarias -el primero en Polonia-, donde las muchachas no sólo pudieran encontrar un lugar seguro, sino también una sólida formación religiosa: les organizaba la Congregación mariana y cursos para profundizar la visión cristiana de la vida, dirigidos por eminentes teólogos.

Convencida de la necesidad de cambiar las Constituciones según las nuevas necesidades pastorales, se dirigió a Roma en 1907. En una audiencia, propuso al Papa Pío X realizar su trabajo apostólico en el corazón de la Rusia hostil a la Iglesia. Con la bendición del Vicario de Cristo, ese mismo año, al concluir su cargo de superiora del convento de Cracovia, acompañada de otra religiosa, ambas vestidas de civil, pues la vida religiosa estaba prohibida en ese país, partió hacia San Petersburgo.

Las religiosas vivían en la clandestinidad y, aunque eran vigiladas continuamente por la policía secreta, realizaban una intensa labor educativa y de formación religiosa, también con vistas a promover buenas relaciones entre polacos y rusos.

En 1908, la Santa Sede, a causa de las grandes dificultades de comunicación, aprobó la erección canónica de la casa de San Petersburgo como casa autónoma, con noviciado. La madre Úrsula fue nombrada superiora. Al año siguiente, la actividad del convento se extendió a Finlandia, donde construyó una escuela con internado para muchachas.

Cuando estalló la primera guerra mundial, en 1914, la madre Úrsula, al ser ciudadana austríaca, tuvo que salir de Rusia y emigró a Escandinavia: primero a Suecia y luego a Dinamarca, desde donde podía mantener más fácilmente contactos con sus religiosas de San Petersburgo. Para evitarles las consecuencias de la revolución bolchevique, trasladó la comunidad a Estocolmo, donde fundó un instituto de lenguas para muchachas. En 1917 se trasladó, con toda la comunidad, a Aalborg, en Dinamarca, donde abrió una casa para niños huérfanos de los inmigrantes polacos. Durante el tiempo de su estancia en Escandinavia, además de su apostolado educativo, trabajó intensamente en la promoción del compromiso ecuménico. Asimismo, colaboró con el Comité de ayuda a las víctimas de la guerra en Polonia, fundado por Henryk Sienkiewicz, famoso escritor polaco premiado con el premio Nobel por su libro "Quo vadis".

La casa de sus religiosas se convirtió en un apoyo para la gente de diversas orientaciones políticas y religiosas. Su amor ardiente a la patria iba unido a la apertura a los otros. Cuando le preguntaban cuál era su orientación política, respondía sin vacilar: "Mi política es el amor". En ese tiempo, la Santa Sede le concedió el permiso para transformar su convento autónomo de Ursulinas en la congregación de Hermanas Ursulinas del Sagrado Corazón de Jesús Agonizante.

La espiritualidad de la congregación se centra en la contemplación del amor salvífico de Cristo y en la participación en su misión por medio de la labor educativa y el servicio al prójimo, especialmente a los que sufren, a los que viven en soledad, a los marginados y a los que buscan el sentido de su vida.

Úrsula educaba a sus religiosas para amar a Dios sobre todas las cosas y en Dios a toda persona humana y a toda la creación. Recomendaba, como testimonio creíble de una relación personal con Cristo, la sonrisa, la serenidad de espíritu, la humildad y la capacidad de vivir la vida ordinaria como camino privilegiado para la santidad. Ella misma era un ejemplo notable de ese tipo de vida.

La congregación se desarrolló rápidamente. Nacieron comunidades de religiosas Ursulinas en Polonia y en otras regiones. En 1928 abrió en Roma la casa general y una pensión para muchachas pobres. Las Ursulinas comenzaron también a trabajar entre los pobres de los suburbios de la ciudad eterna. En 1930 se establecieron en Francia.

La madre Úrsula fundó numerosos centros de educación y de enseñanza; enviaba a las religiosas a dar catequesis y a trabajar en zonas pobres; organizaba ediciones de libros para niños y jóvenes; ella misma escribió libros y artículos.

Trató de iniciar y apoyar organizaciones eclesiales para niños (Movimiento Eucarístico), para la juventud y para las mujeres. Participaba activamente en la vida de la Iglesia y del país. Recibió condecoraciones estatales y eclesiásticas.

Ejerció gran influjo sobre la vida de la madre Úrsula su tío Mieczyslaw, arzobispo de Gniezno-Poznan, primado de Polonia y después prefecto de la Sagrada Congregación para la propagación de la fe.

Murió en Roma el 29 de mayo de 1939. Fue beatificada por el Papa Juan Pablo II el 20 de junio de 1983 en Poznan. 

lunes, 28 de mayo de 2018

Flores a MARÍA 28 de MAYO

Reflexión de hoy

Lecturas



Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros, que, mediante la fe, estáis protegidos con la fuerza de Dios; para una salvación dispuesta a revelarse en el momento final.
Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas: así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis, y sin contemplarlo todavía creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas.


En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:
-«Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó:
-« ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Él replicó:
-«Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño». Jesús se le quedó mirándolo, lo amó y le dijo:
-«Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:
-«¡ Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!». Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió:
-«Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban:
-«Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo:
-«Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo».

Palabra del Señor.

Beato Luigi Biraghi

Nació en Vignate, Milán, Italia, el 2 de noviembre de 1801. Era el quinto de ocho hermanos de una familia de agricultores. Cuando tenía 3 años se trasladaron a Cernusco sul Naviglio donde los suyos ampliaron su patrimonio. Su padre fue alcalde de esta localidad. A la edad de 12 años, Luigi ingresó como interno en el colegio Cavalleri, de Parabiago y bajo la guía del rector del mismo, el párroco Agostino Peregalli, maduró su vocación al sacerdocio.
su corta vida, y aunque había compartido con los de su edad los afanes propias de la misma teniendo como núcleo capital los juegos, se había dado cuenta de que su mejor amigo era Jesús.
Y decidió seguirle de cerca consagrándose a Él. Estudió en los seminarios de Castello sopra Lecco, Monza y Milán. Como informan las actas era «muy capaz y diligente en todo». En 1815 perdió a sus dos hermanos mayores y su padre fue involucrado en un importante fraude que se detectó en el municipio que presidía. Luigi se aferró a la divina providencia, como hizo siempre. Era diácono y profesor del seminario menor y tras recibir el sacramento del Orden en la catedral de Milán el 28 de mayo de 1825, fue designado vicerrector y profesor de griego en el seminario de Monza. Ejerció la docencia durante ocho años. En 1833 fue nombrado director espiritual del seminario mayor de Milán, misión que ocupó una década de su vida sellada por la caridad, obediencia y fidelidad eclesial.
Alentando a los seminaristas a crecer en la virtud les instaba a dejar su corazón abierto a la voz divina. Lo esencial era amar a Cristo sobre todas las cosas. Así serían fieles a su vocación. Tenía claro que cuando más santo fuese un sacerdote, más efectivas serían sus súplicas por el pueblo que le hubieran encomendado. La lucha sería efectiva: «con el atractivo de la caridad, con la belleza de la verdad, con la santidad del ejemplo». Concibió un magnífico itinerario formativo que fue dado a conocer a todo el clero por indicación del cardenal arzobispo Gaisruck. Al tiempo que formaba a los seminaristas, predicaba y se ocupaba de acompañar espiritualmente a los laicos.

En 1837 la Virgen le inspiró la fundación de las Hermanas Marcelinas, que nacieron en 1838 en Cernusco sul Naviglio contando con Marina Videmari. Su objetivo era actuar espiritualmente en la sociedad a través de la formación integral de las jóvenes, futuras madres de familia que podrían construir su hogar sobre pilares cristianos. A la par que defendía la dignidad de la mujer en una sociedad que la minusvaloraba, subrayaba su valía frente a quienes la relegaban a la maternidad exclusivamente.
Había elegido el nombre de Marcelina para su obra como homenaje a la santa del mismo nombre que logró educar a sus hermanos menores, igualmente santos, Sátiro y Ambrosio. Instituir esta congregación fue una decisión orada en soledad y en silencio, presuponiendo el alto costo que iba pagar con ello. Tanto es así, que estuvo al borde de desistir de su empeño. Sintió «repugnancia, pereza», y el peso de la incertidumbre. Entonces acudió a la Virgen de los Dolores y tuvo la certeza de que contaba con su bendición.
Con este sentimiento había nacido la obra. Luigi colaboró en la fundación del periódico milanés L’Amico cattolico de acuerdo con el arzobispo Gaisruck y fue redactor del mismo durante unos años. En 1841 abrió un nuevo colegio en Vimercate al que seguirían otros en distintos lugares y países de Europa y América. Al año siguiente, debido a sus problemas de salud, pidió ser relegado de su misión en el seminario, pero no logró su propósito; le mantuvieron en su puesto. Cuando en 1843 se propuso secundar a Luigi Speroni en la fundación de un instituto de sacerdotes misioneros, el arzobispo no dio su visto bueno y aceptó su disposición con obediencia y mansedumbre.

En 1850 el conflicto austro-húngaro propició su destitución en la labor que realizaba en el seminario. Los austriacos determinaron separarle de los seminaristas de Milán. Fue una especie de represalia porque él les había instado de antemano a orar por los enemigos y a huir de cualquier forma de violencia.
Era un pacificador que defendía a ultranza la concordia y respeto entre los seres humanos, considerando que ello revertía en un futuro mejor. Pero la acusación de haber participado durante la insurrección de los cinco días que había tenido lugar en 1848 pesó en su contra.
Entonces él se había presentado ante el conde Gabrio Casati en nombre del arzobispo con objeto de preservar los derechos de la Iglesia en aspectos cruciales como la educación, la libertad, la designación de prelados… Y en 1853 tuvo que comparecer en un juicio que tuvo lugar en Viena.
Con todo, en 1854 se afincó en Milán. Al año siguiente obtuvo el doctorado y después sucesivamente sería nombrado viceprefecto de la Biblioteca Ambrosiana y canónigo honorario de la basílica de San Ambrosio. Gozaba de la confianza del papa Pío IX, quien en 1862 le invitó a predicar al clero milanés con la difícil tarea de conciliar corrientes opuestas en un intrincado momento histórico que se dividía entre los que perseguían la unidad nacional del país y los partidarios del poder temporal pontificio.
Ello le acarreó juicios desfavorables y diversos ataques que soportó con humildad y serenidad. Estos contratiempos no le impidieron dedicarse a su fundación y a la dirección espiritual de quienes lo solicitaban, así como al estudio y la escritura. Por cualquiera de estas vías transmitió su profunda vida interior durante un cuarto de siglo. Poseedor de una vasta cultura, fue un especialista en patrología y arqueología. Fruto de sus investigaciones se descubrió la urna que contenía las reliquias de san Ambrosio en el transcurso de la restauración de la basílica del mismo nombre, junto a la de los santos Gervasio y Protasio. Ello hizo que en 1873 Pío IX le concediera el título de prelado doméstico de Su Santidad.

Murió en Milán el 11 de agosto de 1879. Benedicto XVI lo beatificó el 30 de abril de 2006.