domingo, 11 de marzo de 2018

San Sofronio de Jerusalén

Creo que el Verbo de Dios, el Hijo único del Padre, penetró en el seno pleno de esplendor de pureza virginal de María, la santa y radiante Virgen, rebosante de sabiduría divina y exenta de toda mancha del cuerpo, del alma y del espíritu. Se encarnó él, el incorpóreo, tomó nuestra forma aquel que por esencia divina estaba exento de forma en lo que se refiere al aspecto externo y a la apariencia... Quiso hacerse hombre para purificar al semejante con el semejante, para salvar al hermano por medio del hermano... Por eso eligió a una Virgen santa: fue santificada en su alma y en su cuerpo, y como fue pura, casta e inmaculada, llegó a ser la cooperadora de la encarnación del Verbo...

Así escribía, en su carta dogmática sinodal, el patriarca de Jerusalén, Sofronio, al papa Honorio I, a Sergio, patriarca de Constantinopla, y a otros patriarcas, en el año 634. Aquel mismo año los musulmanes Abu-Bekr y el califa Ornar invadían Palestina, por lo que el patriarca de Jerusalén no pudo celebrar aquella Navidad del Señor en Belén, caído en poder del Islam, que amenazaba con invadir la Ciudad Santa de Jerusalén. Aquella carta dogmática de Sofronio tocaba los temas fundamentales de la encarnación del Verbo de Dios en Santa María Virgen.

¿Quién era Sofronio, que desde Jerusalén, en contacto con los santos lugares testigos de la vida de Cristo y de María, escribía a las máximas autoridades de la Iglesia?

Sofronio era oriundo de Damasco, donde nació en el año 550. En su juventud asistió a las clases de retórica, de la que luego daría muestra en sus escritos, y dedicó algunos años a la enseñanza. Decidió ir a Tierra Santa en peregrinación y, ante el ejemplo de los eremitas de San Teodosio en Palestina, decidió ingresar en aquella comunidad. Aquí ocurrió algo que ha dado lugar a diversas interpretaciones: Sofronio conoció a Juan Mosco, al que le unió una gran amistad. Éste llegó a ser su compañero de viajes y vivencias, hasta la muerte de Juan, en el viaje que hicieron ambos a Roma, en el año 619. Esto mismo, según otras versiones, sucedió a un monje erudito, de nombre Sofronio, sin que se llegue a identificar a este monje con el que luego sería obispo de Jerusalén. Efectivamente, se trata del mismo santo.

Sofronio y Juan, antes de su profesión en la comunidad de San Teodosio, visitaron Egipto, y, después de profesar marcharon al Sinaí. En Palestina permanecieron del año 594 al 603, año en que emprendieron un viaje por la costa del Sudeste de la actual Turquía, donde visitaron ciudades tan significativas como Antioquía, la primera gran capital del cristianismo, y Tarso, la patria de Pablo. De aquí partieron hacia Egipto, donde la herejía monofisita hacía estragos entre los cristianos: duro fue el trabajo de los dos amigos en su lucha contra la herejía y en su apostolado para la conversión de los herejes. Entre los años 614 y 619 los vemos en Roma, hasta la muerte de Juan. Era el momento de regresar Sofronio a su comunidad de San Teodosio.

Después de varias misiones para poner remedio a la división de mente y corazón que causaba la herejía monofisita, en el año 634 Sofronio fue nombrado obispo-patriarca de Jerusalén. Sólo estuvo en el cargo cuatro años, en los que continuó su labor a favor de la verdad católica de las dos naturalezas, humana y divina, en la única persona divina de Jesucristo. El cáncer de la herejía corroía la unidad de la fe y de la misma Iglesia, y algunos obispos habían optado por una tercera vía, que llamaban monoenergismo: en Cristo había, sí, dos naturalezas, pero una sola fuente de vida o energía. En la carta que Sofronio dirigió al papa Honorio I y al patriarca Sergio de Constantinopla, defensor del monoenergismo, reafirmaba la doctrina de las dos naturalezas de Cristo, con sus dos energías propias. Es-taba de acuerdo con los concilios ecuménicos de Éfeso (431), que proclamó la unidad de la persona de Jesucristo, y de Calcedonia, que definía la fe en «un solo Señor Cristo, Hijo unigénito, que debe ser reconocido en dos naturalezas», divina y humana (Carta sinodal, en Migne, «Patrologiae cursus completus. Series Graeca», 87,3; 3148-3200). Esto, que a la inmensa mayoría de cristianos del siglo XXI parecen «cuestiones bizantinas», para los cristianos del siglo VII era cuestión de vida o muerte.

Otra fuente de problemas, ya al final de sus días, fue el duro asedio a que los árabes sometieron a la población. Luego vino la conquista de Jerusalén, en el mes de febrero del año 638. Sofronio intervino a favor de los cristianos y consiguió que trataran con menos dureza a los rehenes y a la población en general. Fue el último servicio de este hombre de Iglesia, infatigable luchador a favor de la verdad católica, la unidad de los discípulos de Cristo y la paz. El 11 de marzo del año 638, semanas después de la caída de Jerusalén en manos de los mahometanos, Sofronio voló al cielo.

De su producción literaria han quedado algunos himnos y cánticos que forman parte de la liturgia de las Iglesias ortodoxas. También en la liturgia romana del Viernes Santo se canta, en la adoración de la cruz, el famoso «Popule meus», inspirado en los Tropos del Viernes Santo de Sofronio de Jerusalén:

Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? A cambio del maná, me has dado hiel, a cambio del agua, me has dado vinagre, a cambio de mi amor, me has clavado en la cruz.

Y sus alabanzas a María marcan el alto a la que grado de admiración a la Madre de Dios, la Theotókos,  veneraba con el amor de un trovador y con la sencillez encantadora de un niño.

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