domingo, 30 de abril de 2017

MAÑANA día 1 de MAYO se inicia el "MES de MARÍA"

Domingo, 30-04-2017 3º Domingo de PASCUA

Reflexión de hoy

Lecturas


El día de Pentecostés, Pedro, poniéndose en pie junto a los Once, levantó su voz y con toda solemnidad declaró:
«Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras.
A Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, a este, entregado conforme el plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a un cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio, pues David dice, refiriéndose a él:
“Veía siempre al Señor delante de mi, pues está a mi derecha para que no vacile.
Por eso se me alegró el corazón, exultó mi lengua, y hasta mi carne descansará esperanzada.
Porque no me abandonarás en el lugar de los muertos, ni dejarás que tu Santo experimente corrupción.
Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu rostro”.
Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: el patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabia que Dios “le había jurado con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo”, previéndolo, habló de la resurrección del Mesías cuando dijo que “no lo abandonará en el lugar de los muertos” y que “su carne no experimentará corrupción”. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo».

Queridos hermanos:
Puesto que podéis llamar Padre al que juzga imparcialmente según las obras, de cada uno, comportaos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación, pues ya sabéis que fuisteis liberados de vuestra conducta inútil, heredada de vuestros padres, pero no con salgo corruptible con oro o plata, sino con una sangre preciosa, como la de un cordero sin defecto y sin mancha, Cristo, previsto ya antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos por vosotros, que, por medio de él, creéis en Dios, que lo resucitó de entre los muertos y le dio gloria, de manera que vuestra fe y vuestra esperanza estén puestas en Dios.

Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén nos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido.
Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«¿Eres tú el único forastero en Jerusalén, que no sabes lo que ha pasado allí estos días?». Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron.
Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado: pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron». Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón»
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor.

Más abajo encontrareis la HOMILÍA correspondiente a estas lecturas.

Homilía



El evangelio de hoy es una verdadera catequesis sobre la resurrección de Jesús.

Los dos discípulos, que van camino de Emaus, una aldea cercana a Jerusalén, de regreso a su casa, son un vivo retrato de las ilusiones rotas, de las esperanzas frustradas.

Creen en Jesús como salvador de Israel, aguardan la instauración de su Reino, pero su muerte en cruz quiebra sus proyectos humanos.

Ahora, presos de la desilusión y el desencanto, vuelven al aburrimiento y la vida anodina de sus antiguos quehaceres.

Todo se ha perdido para ellos.

¡Cuántas veces experimentamos esta misma tristeza y abatimiento!

Ellos esperan un Mesías triunfador, y se encuentran con un hombre aparentemente derrotado, humillado y fracasado.

Nosotros esperamos un trabajo bien remunerado y una estabilidad política, económica y social, y nos encontramos con paro, ahogados por las deudas y a merced de la caridad pública.

Pero por muy postrados que nos hallemos por los problemas que se nos acumulan, casi siempre tenemos a alguien que nos eche una mano para elevar nuestra moral, dentro o fuera de nuestra familia.

Si este recurso falla, contamos con Jesús, el amigo que nunca nos abandona.

Al igual que con los discípulos de Emaus, Jesús se hace el encontradizo con nosotros, nos invita a aceptarle y camina a nuestro lado para hablarnos al corazón y disipar nuestra tristeza.

Las fuerzas del mal nos invaden por doquier, las esperanzas se frustran, las ilusiones se apagan, y queda un poso de amargura de lo que pudo ser y nunca fue.

El mundo deja desengaños, ídolos rotos, promesas incumplidas, injusticias hirientes y un inmenso vacío de soledad en quienes ponen su ideal en los bienes materiales y en el éxito.

Escuchar las Sagradas Escrituras es como una bocanada de aire fresco en el apagado ánimo de los discípulos. Arde, de nuevo, la alegría en su corazón.

¿Cuántas veces, en momentos de depresión, las abrimos para serenar el espíritu y dejarnos empapar del bálsamo relajante del mensaje salvador de Dios?

Por desgracia, vivimos frecuentemente como si Él no existiese, ajemos a planteamientos espirituales, e inmersos en ideologías cambiantes o ídolos emergentes, que no terminan de colmar nuestros sueños.


Necesitamos dar sentido a nuestra existencia, valorar lo que nos ha sido dado, crear cauces de unión, compartir sentimientos y, sobre todo, la fe inquebrantable, con la alegría de amar y sentirnos amados, sin esperar recompensa.

Jesús se ofrece, como un peregrino más en nuestro itinerario de búsqueda, a través de personas que nos le dan a conocer, nos acompañan, iluminan nuestros pasos y nos hacen sentir su presencia vitalizadota.

La Eucaristía es la parte final del encuentro con Jesús, muerto y resucitado, que se convierte para nosotros en alimento que vivifica y en bebida que nos fortalece.

Quienes hemos tenido la suerte de experimentar la proximidad de Jesús, de escucharle, de sentarnos con él a la mesa y de hacer memoria de su infinito amor, nos sentimos empujados a proclamar su evangelio con entusiasmo, contando con su seguro apoyo:

“Yo estoy con vosotros cada día hasta el fin del mundo” 
(Mateo 28, 20).

Los dos discípulos no aguardan la llegada del día.

En cuanto desaparece la visión de Jesús, después de la fracción del pan, regresan a toda prisa a Jerusalén.

Les apremia compartir cuanto antes todo lo sucedido por el camino y en su casa a los apóstoles y discípulos, que se hallan reunidos en el Cenáculo.

Ahora también nos sentimos huérfanos y desamparados. Tenemos cosas, pero nos falta amor.

No le dejemos pasar de largo a Jesús, como si fuera un extraño o un gorrón, que viene a alterar el pulso de nuestra vida.

Invitémosle, porque con él entra la regeneración a nuestra casa, se superan las penas y renace la esperanza perdida.

Digámosle, como los discípulos: “Quédate con nosotros, porque atardece, el día va de caída” (Lucas 24, 29) y nos movemos a tientas e inseguros por caminos peligrosos.

Quédate con nosotros, Señor, porque nos sentimos acosados por los vientos laicistas y necesitamos tu protección.

Quédate con nosotros, Señor, porque nos sentimos solos y atemorizados por el ambiente hostil a la religión que nos rodea.

Quédate con nosotros, Señor, porque somos débiles y el poder seductor del mal nos arrastra por derroteros alejados de ti.

Quédate con nosotros, Señor, porque nuestra fe flaquea y nos sentimos confundidos por mensajes contradictorios, que apagan la esperanza y endurecen el corazón.

Quédate con nosotros, Señor, porque estamos enfermos y necesitamos la medicina curativa de tu Palabra y de tu Amor.

Quédate con nosotros, Señor, para que, con el calor de tu presencia, no se enfríe nuestro corazón.

Quédate con nosotros, Señor, porque te necesitamos para dar sentido a la enfermedad, el dolor y la muerte.

Quédate, Señor, para que, al compartir con nosotros el pan, te reconozcamos como nuestro Salvador y Señor.

Quédate, Señor, con nosotros, para que no vacilen nuestros pasos e inundes de gozo los senderos de nuestras vidas.

Quédate, Señor,  y confórtanos con tu Espíritu, para que llevemos el anuncio de tu muerte y la proclamación de tu resurrección hasta que vuelvas.


Santa María de la Encarnación Guyart


Gracias a la iniciativa del Papa Francisco, la Iglesia universal celebra este año por primera vez la fiesta de la “madre de la Iglesia canadiense”, que integró negocios y contemplación.

El 3 de abril de 2014, el Papa Francisco hizo un regalo a la Iglesia canadiense y a su población: inscribió en el catálogo de los santos a la hermana María de la Encarnación (1599-1672), fundadora del convento de las ursulinas en Quebec, y a Francisco de Laval (1623-1708), primer obispo canadiense y fundador del seminario de Quebec.

Estas canonizaciones, llamadas “equivalentes”, es decir, sin milagro y sin que tenga lugar una celebración formal, muestran que la vida de estos dos modelos de evangelizadores es una especie de milagro.

Si Francisco de Laval es considerado el padre de la Iglesia canadiense, María de la Encarnación es la madre. La vida y los escritos de esta gran mística siempre continúan atrayendo a la gente. Algunos se reúnen aquí y allá para profundizar en su mensaje.

Nacida como María Guyart, se convirtió en la señora Martín y después en la hermana María de la Encarnación. Mujer de acción y contemplación, plantó su experiencia espiritual y misionera en el jardín de su vida cotidiana.

Contribuyó a traer al mundo a un pueblo de creyentes en tierras americanas tras integrar perfectamente el servicio al prójimo y el amor a la Trinidad.

Mujer de negocios y de Dios

Cuarta hija de Jeanne Michelet y del panadero Forent Guyart, María nació el 28 de octubre de 1599 en Tours. A los 7 años, vio a Jesús en un sueño, que le pedía: “¿Quieres ser mía?”. Ella respondió espontáneamente: “¡Sí!”.

En 1617, sus padres le dieron en matrimonio a Claude Martin, un fabricante de telas y sedas que falleció dos años más tarde.

La joven viuda quedó con un hijo de seis meses en los brazos y un comercio en bancarrota. Arregló las deudas, liquidó los bienes y se fue con su padre con su pequeño hijo Claude. No quería casarse en seguida y se ocupó de su hijo y de su padre.

Durante este periodo, el más tranquilo de su vida, desarrolló el gusto por Dios y por la oración. La víspera de la Anunciación del 1620, tuvo una experiencia de la misericordia divina que la marcó para siempre y que llamó “el día de mi conversión”.

En medio de una gran luz, tomó conciencia de su miseria, y al mismo tiempo, se vio inmensa en la Sangre de Cristo. Más tarde, en 1654, escribiría a su hijo: “Volví a nuestra casa, cambiada en otra criatura, pero cambiada con tanta fuerza que ya no me conocía a mí misma”.

María Guyart desarrolló su unión con Cristo en medio de exigentes ocupaciones. En 1621, trabajó en la empresa de transporte de su hermano, junto al Loira, negociando contratos, ocupándose de los empleados, cuidando caballos.

En esta trepidante existencia, vivió una gran intimidad amorosa con la Trinidad, integrando los negocios y la oración. Ayudaba a la gente hablándoles de Jesús.

Misionera en Nueva Francia

Tras repetidos llamamientos del Señor, entró en la congregación de las religiosas ursulinas en Tours en 1631 y recibió el nombre de María. Pidió que se le añadiera el de la Encarnación por su certeza de saber a Dios encarnado en los hombres.

Sufrió la separación de su hijo de diez años que le lanzaba gritos bajo las ventanas del convento, pero sentía que el Señor le preparaba otra cosa. ¡Cuántas lágrimas, de todas maneras!, pero su relación fue de una gran profundidad, tejida de vínculos de intimidad fuera de lo común.

Durante treinta años, mantuvo una correspondencia regular con este hijo, que se convirtió en monje benedictino. Gracias a él, conocemos la vida mística de su madre, sus estados de oración, sus recuerdos íntimos, sus inicios en Nueva Francia, su experiencia trinitaria.

Para ella, el Padre es su Padre; el Verbo, su Esposo; el Espíritu, quien actúa en ella. Se ve como una nada perdida en este gran Todo. Ella ve el mundo a la luz eterna de la Trinidad.

En 1634, en un nuevo sueño, ve “un lugar muy difícil” que reconoce a su llegada a Quebec. Recibe del mismo Dios el don del “espíritu apostólico” que la hace viajar espiritualmente a distintos países.

Mientras tanto, es nombrada asistente de la maestra de novicias y les ofrece conversaciones espirituales que se publicarán más tarde. Descubre que la verdadera oración es más una cuestión de corazón que de cabeza.

La religiosa recibe del padre Poncet la Relación de 1634 en la que las misioneras piden una “valiente maestra” para dirigir una escuela de niñas. Se siente llamada a esta misión.

Pide a san José que la ayude, viéndolo como el guardián de este gran país: “Sentía en el alma que Jesús, María y José no debían ser separados”. La devoción a la Sagrada Familia será importante en Nueva Francia y san José será proclamado patrón de Canadá.

En París, los jesuitas confiaron al padre Poncet que escribiera a María de la Encarnación para anunciarle que la querían en Canadá, aunque fuera en clausura. El arzobispo de Tours autorizó que se ocupara de un seminario de niñas.

Finalmente partió para Quebec, a los cuarenta años, con otras religiosas y una viuda rica de Alenzón, Madeleine de La Peltrie, que quiso consagrar su fortuna a la conversión de las jóvenes amerindias. Seis años antes, ella ya la había visto en un sueño sin conocerla.

María no volverá a ver a su hijo, que entonces tenía casi veinte años.

La travesía fue larga y peligrosa, el barco incluso chocó contra un iceberg. El 1 de agosto de 1639, María desembarcó finalmente en Quebec, que contaba con unas 250 personas.

Todo estaba por hacer: construir un monasterio, aprender las lenguas indias, acoger a las niñas para enseñarles la fe cristiana, recibir a visitantes amerindios y franceses, componer diccionarios, catecismos e historias de santos en las lenguas amerindias. Además, mantuvo una correspondencia constante con su hijo, sus amigos y bienhechores de Francia: en total escribió unas 13.000 cartas.

La Teresa del Nuevo Mundo

La vida no era nada fácil: duro invierno, amenaza iroquesa, enfermedades, incomprensión de las autoridades, incendios –entre ellos el del monasterio a finales de diciembre de 1659, que ella reconstruyó.

En 1654, en respuesta a las peticiones de su hijo Claude, convertido en superior de los benedictinos de Saint-Maur, le envió su autobiografía, la Relación de su vida. Este texto, una de las obras maestras de la literatura mística, hizo decir a Bossuet que María de la Encarnación era la “Teresa del Nuevo Mundo y de nuestro tiempo”.

De 1639 a 1672, María da a luz a esta joven Iglesia de América sin salir de su clausura: es una verdadera epopeya mística la fundación de este Canadá. Ella nutrió a la joven Iglesia con su fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que irradiaba desde lo profundo de su alma, constantemente en espera, en oración.

“Dios nunca me ha conducido a través de un espíritu de miedo, sino por el del amor y la confianza”, escribió en 1668. Sus múltiples ocupaciones no la alejaron de la presencia de Dios en su vida.

La palabra que puede resumir mejor la vida de esta gran mística es el amor. Ya fuera María Guyart, la señora Martín, la madre de Claude o la hermana María de la Encarnación, siempre fue una gran enamorada de Dios y de las almas, hasta su entrada en la vida eterna el 30 de abril de 1672 a los 72 años, unos meses después del fallecimiento de la señora de La Peltrie.

Su hijo escribió una primera biografía: “Rindió su bella alma a los brazos de aquel por quien había suspirado toda su vida” (don Claude Martin).

Juan Pablo II la proclamó beata el 22 de junio de 1980. Vio en ella una “alma profundamente contemplativa”, “maestra de vida espiritual” en quien “la mujer cristiana se realiza plenamente y con un extraordinario equilibrio”. El Papa Francisco la canonizó con Francisco de Laval el 3 de abril de 2014.

sábado, 29 de abril de 2017

Reflexión de hoy

Lecturas


Queridos hermanos:
Este es el mensaje que hemos oído a Jesucristo y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla algunas.
Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros.
Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el
Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.

En aquel tiempo, tomó la palabra Jesús y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al
Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera».

Palabra del Señor.

San Hugo de Cluny


Abad de Cluny, nacido en Semur (Brionnais en la Diocesis def Autun, 1024; m. en Cluny, el 28 de abril de 1109. Era el hijo mayor del conde Dalmatuis de Semur y Aremberge (Aremburgis) de Vergy, descendiente de las familias más nobles de Borgoña.

Damatius, dedicado a la guerra y la caza, deseaba que Hugo adoptara la misma carrera de caballero y le sucediera en sus ancestrales territorios. Pero su madres, influenciada, al parecer, por una visión de un sacerdote al que consultaba, quiso que su hijo se dedicara al servicio de Dios. Desde sus primeros años Hugo dio muestras de una extraordinaria seriedad y piedad que su padre, reconociendo su evidente e aversión al oficio de caballero, se lo confío a su tío- abuelo Hugo, obispo de Auxerre, para que se preparara para el sacerdocio. Bajo la protección de este familiar, Hugo recibió su primera educación en la escuela del monasterio adjunta al priorato de S, Marcelo. A los catorce años entró en el noviciado de Cluny donde mostró tal fervor religioso que se le permitió hacer sus votos al año siguiente sin completar el severo noviciado acostumbrado en este monasterio.

El privilegio especial de la Congregación Cluniacense le permitió convertirse en diácono a los dieciocho y sacerdote a los veinte. En reconocimiento por el maravilloso celo por la disciplina de la orden y por la confianza que despertó su sobresaliente talento para el gobierno enseguida fue elegido gran prior a pesar de su juventud. Esto significaba estar al cargo de la dirección doméstica del claustro tanto en lo espiritual como en lo material y representaba al abad durante su ausencia (Cfr. D'Achery, "Spicilegium", 2ª ed., I, 686). Al morir S. Odilón el 1 de enero de 1049, después de una administración de casi medio siglo, Hugo fue unánimemente elegido Abad. El día de su toma solemne de posesión ofició el arzobispo Hugo de Besançon el día de la fiesta de la Cátedra de Pedro de Antioquía (22 de febrero de 1049).

El carácter de Hugo tiene muchas semejanzas con el de su contemporáneo Gregorio VII. Ambos ardían en el deseo de extirpar los abusos que abundaban entre el clero, deseaban acabar con la investidura y sus corolarios, con la simonía y la incontinencia clerical, y querían rescatar a la sociedad cristiana de la confusión en la que e inestabilidad política en que se hallaba debido a la avaricia y ambición de los gobernantes. El emperador reclamaba el derecho de nombrar a los obispos, abades y hasta al papa mismo (ver CONFLICTO DE LAS INVESTIDURAS) y en demasiados casos su selección se debía motivos políticos sin tener en cuenta en absoluto los motivos religiosos. Los grandes propósitos tanto de Hugo como de Gregorio, fueron evitar que la iglesia se convirtiera en un mero patrimonio del Estado y reestablecer la disciplina eclesiástica. Si en ciertos casos Gregorio permitió que su pasión sobrepasara la discreción, encontró en Hugo un aliado sin fisuras y hay que atribuir el mérito a la orden benedictina, sobre todo a la rama cluniacense, de extender entre la gente y llevando a efecto en Europa occidental, las muchas y saludables reformas que emanaban de la Santa Sede

Al fundar Cluny en 910 y dotarla de todos sus territorios, Guillermo el Piadoso de Aquitania la había colocado bajo la directa protección de Roma. Así, Cluny con su red de fundaciones dependientes de ella (ver Cluny, Congregación de; Gallia Christ., II, 374), era un arma formidable para la reforma, en manos de los sucesivos papas. Hugo delegó la elección de sus superiores de todos los claustros e Iglesias bajo su autoridad, en manos espirituales y les prometió – además de los privilegios de la congregación – el apoyo y protección de Cluny, salvando así a cientos de claustros de la avaricia de los señores seculares que procuraban no interferir con los derechos de una congregación tan poderosa que tenía el favor del emperador y de los reyes. Para asegurarse esa protección muchos claustros se afiliaron con Cluny, se abrieron nuevas casa en Francia, Alemania, España e Italia, mientras que bajo Hugo también se fundó en S. Pancras cerca de Lewes, la primera casa benedictina en Inglaterra. (ver, sin embargo, SAN AGUSTIN DE CANTERBURY; SAN DUNSTAN). Puesto que los superiores de la mayoría de estas casas estaban directa o indirectamente nombrados por Hugo y puesto que, como abad, tenía que ratificar las elecciones, es fácil de entender el importante papel que tuvo en la gran lucha entre el imperialismo y la Santa Sede.

Ya en 1049, con veinticinco años, Hugo apareció en el concilio de Reims. Y a petición y ante León IX, expresó tan enérgicamente contra los abusos que se daban que ni los obispos simoníacos pudieron oponerse a su celo. Este fervor contribuyó mucho a que se aceptaran muchas ordenanzas para remediar la disciplina eclesiástica (cfr. Labbe, "Conc.", IX, 1045-6), y León IX se lo llevó a Roma para tener el apoyo del joven abad en el gran concilio que se celebró en 1050 en el que se decidieron muchas cuestiones de disciplina eclesiástica y se condenó la herejías de Berengario (cfr. Hefele, Conciliengesch.", IV, 741).

Victor II, sucesor de León, también mantuvo a Hugo en la más alta estima y confirmó en 1055 todos los privilegios de Cluny. Al llegar Hildebrando a Francia como legado papal (1054) se apresuró a ir a Cluny a consultar con Hugo y asegurar que asistiría al concilio de Tours. Esteban IX, nada más ser elegido, llamó a Hugo a Roma, le hizo su acompañante en los viajes y finalmente murió en sus brazos en Florencia (1058). También fue acompañante de Nicolás II y con él tomo parte en el concilio de Roma que promulgó el importante decreto sobre las elecciones papales (Pascua, 1059). Fue enviado a Francia con el cardenal Esteban, un monje de Monte Cassino, para hace cumplir los decretos del sínodo romano y proceder a Aquitania, mientras su compañero iba a al noroeste. La ayuda activa de numerosos claustros pertenecientes a Cluny le permitieron realizar la misión con gran éxito. Reunió concilios en Aviñón y Vienne y logró el apoyo de los obispos para muchas importantes reformas. El mismo año presidió el concilio de Toulouse. En el concilio de Roma de 1063 defendió los privilegios de Cluny que estaba siendo atacado duramente en Francia.

Alejandro II envió a S. Pedro Damián, cardenal obispo de ostia, como legado en Francia para afrontar esta y otras cuestiones, mientras ratificaba todos los derechos y privilegios de los predecesores de Hugo. Tras una estancia en Cluny, durante la cual concibió una gran admiración y venenración por el monasterio y sus abades, como se refleja en sus cartas (cfr. "Epist.", VI, 2, 4, 5 en P.L., XCLIV, 378), el legado reunió un concilio en Chalons, que decidió a favor de Hugo.

Apenas había ascendido Hildebrando a la silla de S. Pedro como Gregorio VII cuando escribió a Cluny para asegurarse la cooperación de Hugo en la promoción de varias reformas. A Hugo le encargó ocuparse del desagradable asunto del obispo Manasse de Reims así como de comisiones en relación a la expedición del conde Evroul de Roucy contra los sarracenos en España. Gregorio le pedía frecuentemente que fuera a Roma, por no pudo dejar Francia hasta después de los desagradables acontecimientos de 1076 (ver GREGORIO VII), apresurándose entonces a visitarle en Canossa. Con ka ayuda de la condesa Matilde, se las arregló para conseguir la reconciliación -- desafortunadamente de corta duración – entre Gregorio y Enrique IV, que ya había escrito una carta afectuosa declarando su gran deseo de paz con la Iglesia (cfr. "Hist. Lit. de la France", loc. cit. infra).

Hugo trató con el legado papal en España el asunto de la reforma eclesiástica y como resultado de su diligencia y el gran favor que le dispensaba Alfonso VI de Castilla, se cambió el rito mozárabe por el ritual romano en todo su reino. (N. del T. El primer lugar en cambiar el rito fue el Monasterio de S. Juan de la Peña en Aragón; ver la crónica Pinatense). Gracias a la ayuda de muchas fundaciones cluniacenses en Aragón, Castilla, Cataluña y León etc., y a los muchos obispos cluniacenses elegidos fue capaz de dar un gran ímpetu a la reforma eclesiástica en estos lugares. En 1077 fue comisionado para presidir el concilio de Langres y después de encargarse de deponer al obispo de Orleans y al arzobispo de Reims. Gregorio le escribió muchas cartas afectuosas y en el sínodo romano de 1091 se refirió a Hugo en términos laudatorios raramente empleados por un sucesor de Pedro para una persona aún viva. Y que la opinión no era solo la del papa está claro porque Gregorio pidió a los conciliares que si compartían su opinión y contestaron: "Placet, laudamus" (Bullar. Clun., p. 21).

Al volver a comenzar la lucha entre Enrique IV y la Santa Sede, Hugo salió inmediatamente para Roma, pero fue apresado por el camino y llevado ante el rey. Habló al rey de someterse al sucesor de Pedro con tanto interés que pareció haber evitado de nuevo la guerra, de no haber sido este otro ejemplo de la bien conocida duplicidad del monarca. No es necesario volver a afirmar que la relación de Hugo con la Santa sede continuó sin cambios bajo Urbano II y Pascual II, puesto que ambos habían salido de entre las filas de sus monjes. Rodeado de cardenales y obispos, Urbano consagró el 25 de octubre de 1095 el altar mayor de la nueva iglesia de Cluny y concedió al monasterio nuevos privilegios, que fueron aumentados por Pascual durante su visita de 1107. En el gran concilio de Clermont de 1095 donde se decidió organizar la primera cruzada se vio el gran entusiasmo religioso resultado de los trabajos de Gregorio y Hugo. El abad realizó los más valioso servicios en la composición y promulgación de los decretos, por lo que el papa se lo agradeció especialmente.

Hasta la muerte en 1106, de Enrique IV que en ese año dirigió dos cartas a su “más querido padre”, pidiéndole que rezara por él y que intercediera ante la Santa sede (cfr. "Hist. Lit. de la France", loc. cit. infra), Hugo nunca dejó en su empeño de conseguir la reconciliación entre los poderes espiritual y temporal. En la primavera de 1109 Hugo, agotado de tantos años de trabajo y sintiendo de que aproximaba su fin, pidió los últimos sacramentos, reunió en torno a si a sus hijos espirituales y dando a cada uno el beso de paz los despidió con el saludo: Benedicite. Entonces pidió que le llevaran a la capilla de La Virgen, se vistió con tela de saco y cenizas ante el altar y así expiró su alma a su creador en la tarde del lunes de pascua (28 de abril). Su tumba, en la iglesia, fue pronto testigo de milagros; el papa Gelasio peregrinó a ella en 1119, muriendo en Cluny el 20 de enero. El 2 de febrero fue elegido en el monasterio Calixto II, que inició inmediatamente el proceso de canonización y el 6 de enero de 1120 le declaró santo, designando el 29 de abril como su fiesta. En honor de S. Hugo, se concedió al abad de Cluny en adelante el título y dignidad de cardenal. A instancias de Honorio III el traslado de sus restos se realizó el 23 de mayo de 1220. Pero con la revuelta de los hugonotes (1575), los restos y el costoso sarcófago desaparecieron quedando apenas unas pocas reliquias.

En pocos casos de santos se ha dado tanta unanimidad ya en el tiempo en que vivió ya después, como en el de S. Hugo. Viviendo en un edad de distorsionada y de abusos, cuando la iglesia tenía que luchar contra mayores fuerzas enemigas domésticas y externas más fuertes aún que la que manejaba la Reforma, ni siquiera una voz se levantó contra este santo – ya que no tenemos en cuenta las palabras del obispo francés que en el calor de una discusión pronunció alguna palabras precipitadas y que de hecho se convertiría en uno de los principales panegiristas de Hugo. En una de sus cartas, Gregorio declara que espera con confianza el éxito de la reforma eclesiástica en Francia por la misericordia de Dios y por medio de Hugo “a quien ninguna imprecación, ningún aplauso o favor, ningún motivo personal puede desviar del camino de la rectitud” (Gregorii VII Registr., IV, 22).

En la “Vida del obispo Arnulfo de Soissons”, Arnulfo dice de Hugo:”Más puro en pensamiento y obra, como el perfecto promotor y perfecto guardián de la disciplina monástica y de la vida regular, el firme apoyo de lo verdaderamente religioso y de los hombres probos, el campeón vigoroso y defensor de la Santa Iglesia” (Mabillon, op. cit. infra, saec. VI, pars II, P. 532). Y el Obispo Bruno de Segni dice de sus últimos días:” Anciano y cargado de años reverenciado y amado por todos, aun gobierno el venerable monasterio (es decir, Cluny) con la misma consumada sabiduría – un hombre laudable en todas las cosas, difícil de comparar y de maravillosa santidad “(Muratori, "Rerum Ital. script.", III, pt. ii, 347).

Emperadores y reyes compitieron con el soberano pontífice en mostrar su veneración y estima por Hugo. Enrique el Negro en una carta que nos ha llegado se dirige a Hugo como su “muy querido padre, digno de todo respeto”, y declara que le debe a las oraciones del abad él haber recuperado la salud y el feliz nacimiento de su hijo, urgiéndole a que vaya a la corte de Colonia la próxima pascua para ser el padrino de su hijo (el futuro Enrique IV).

Durante su viudedad, la emperatriz Inés escribió a Hugo en términos no menos respetuoso y afectuosos, pidiéndole que rogara por el feliz descanso del alma de su marido y por el próspero reino de su hijo. Ya hemos hablado de las cartas que envió Enrique IV a Hugo, quien a pesar de su larga lucha para intentar someter a la Iglesia al poder imperial, parece que nunca perdió el profundo respeto y afecto de su santo padrino.

En reconocimiento por los beneficios derivados de las fundaciones cluniacenses, Fernando I el Magno de Castilla y León (m.1065), hizo a su reino tributario de Cluny; sus hijos Sancho y Alfonso (VI) doblaron los tributos y éste último, además de introducir el ritual romano a instancias de Hugo, mantuvo una afectuosa correspondencia con el abad. En 1081 Hugo fue elegido por los reyes y príncipes de de varios reinos cristianos de España como árbitro para decidir las cuestiones sucesorias.

Cuando Roberto II de Borgoña rehusó asistir al concilio de Autun (1065) en el que su presencia era necesaria, Hugo fue enviado a convencerle y lo hizo tan bien y tan elocuentemente en interés de la paz que Roberto acompañó al abad sin resistirse al concilio, se reconcilió con los que habían matado a su hijo y prometió respetar en adelante las propiedades de la iglesia.

Guillermo el Conquistador, poco después de la batalla de Hastings (1066) hizo ricos regalos a Cluny y pidió ser admitido como un confrater de la abadía como los reyes españoles. Le pidió que enviara seis monjes a Inglaterra para las necesidades espirituales de la corte, petición que renovó en 1078, prometiendo nombrar a doce cluniacenses a los obispados y abadías dentro del reino.

Hugo se desentendió del tema de los nombramientos eclesiásticos y cuando un poco más tarde fundó el Priorato de S. Pancras en Lewes, tomó todas las precauciones para asegurar a sus claustros dependientes la libertad de elección y respeto del derecho canónico. Poco después se vio la necesidad de esa precaución al estallar la guerra de las investiduras bajo el hijo de Guillermo. El campeón de la iglesia en esta lucha, Anselmo de Canterbury era uno de los muchos obispos que consultaban con Hugo en sus dificultades y en tres ocasiones – una durante su exilio de Inglaterra – visitó al abad en Cluny.

Para los monjes confiados a él, Hugo fue un modelo de previsión paternal, de devoción a la disciplina y oración y de obediencia sin dudas a la Santa Sede. En el cumplimiento de los grandes objetivos de su orden, el servicio de Dios y la santificación personal, intentó hacerlo con el máximo esplendor y solemnidad en los servicios litúrgicos de Cluny. Algunas de sus ordenanzas litúrgicas, como el canto del Veni Creator en tercia del domingo de Pentecostés (y durante al octava) se extendió a toda la iglesia romana. Comenzó la magnífica iglesia de Cluny – ahora completamente desaparecida –que fue, hasta la erección de S. pedro de Roma, la más grande de la cristiandad, y considerada el más excelso ejemplo de románico de Francia. El papel de Cluny en la evolución de este estilo y de su escuela especial de escultura, el lector debe buscar los tratados sobre la historia de la arquitectura. Hugo dio el primer impulso a la introducción de la clausura estricta en los conventos de monjas, prescribiéndola por primera vez en el de Marcigny, del que su hermana fue la primera priora, en 1061 (Cucherat, op. cit. infra), y donde su madre también tomo el velo. Conocido por su caridad para con los pobres que sufrían, construyó un hospital para leprosos, donde él mismo realizaba los más básicos trabajos.

Es imposible seguir aquí el efecto que han tenido para la civilización, la concesión de la libertad personal y cívica a los siervos de la gleba y a los colonos feudatarios de Cluny, y el impulso hacia la formación de organizaciones de oficios y comerciantes – de cuyos núcleos surgieron la mayoría de las ciudades modernas de Europa.

Aunque su estudio favorito era la Escritura, Hugo animó al estudio de la ciencia en todas las formas posibles uy mostró profundo interesen la educación enseñando personalmente en la escuela adjunta al monasterio. A pesar de la tremenda actividad de su vida, encontró tiempo para mantener una extensa correspondencia. Se han perdido casi todas sus cartas y su “Vida de la Virgen María”, por la que tenía una gran devoción, así como por las almas del purgatorio. Sin embargo, las que quedan y su sermón sobre el mártir S. Marcelo bastan para mostrar “ lo bien que sabía escribir y con cuanta habilidad podía hablar a los corazones” (Hist. Lit. de la France, IX, 479).