sábado, 10 de diciembre de 2016

Santa Eulalia de Barcelona

Eulalia, ilustre de sangre, pero más noble aún por la generosidad con que quiso derramarla, es una de las más bellas flores del martirio. Próxima al Océano, decía Prudencio, su cantor, está Mérida, la ciudad rica y populosa que se honra con su cuerpo virginal. Como Inés, Eulalia tenía doce años cuando los decretos de Diocleciano empezaron a conmover el Imperio; pero ya antes de la persecución se había revelado en ella la decisión bravía de la virgen cristiana. Aún no sabía jugar, y ya despreciaba las rosas, las púrpuras y los fulvos joyeles. Sin perder nada de su gracia primaveral, había en ella una gravedad precoz. En su mirada, en su andar y en su lenguaje se reflejaba la posesión de Cristo. Su corazón sangraba al ver las injusticias que se cometían con sus hermanos: las cárceles llenas de presos, las plazas iluminadas por las hogueras, el anfiteatro enrojecido por la sangre. Una santa cólera arrebataba a la niña, y su pedio, sediento de Dios, ardía en vehementes deseos de sufrir todas las torturas. ¿Y no hay quien se presente delante del Tribunal y confunda a esos malvados y les eche en cara sus crímenes?» Así decía Eulalia, estremeciéndose de coraje.

Este ardor prematuro hizo temblar a sus padres: por apartarla de una heroica tentación, lleváronla al campo, donde lejos de aquellas escenas de violencias y de sangre, llegaría tal vez a aquietarse su espíritu. Pero no era el suyo un corazón que pudiese acomodarse con las delicias de la paz mientras los demás luchaban: una noche, burlando la vigilancia de las mujeres que la guardaban, abrió un postigo de la villa, saltó el seto del jardín, y caminando entre las tinieblas, brincando por encima de aliagas y jarales, se dirigió hacia la ciudad. El Padre de la luz, dice el poeta, la guiaba, y un cortejo de ángeles iba en torno suyo. A través de la noche, mereció salir a la luz del día; huyendo de los reinos oscuros de Canope, enderezaba sus pasos hacia las estrellas.

A la mañana siguiente se presentaba altiva en el pretorio, y sin asustarse de las fasces de los lictores, hablaba así a los magistrados: «Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve a perseguir al Dios creador de todas las cosas? Pero si estáis sedientos de sangre cristiana, aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros dioses, estoy dispuesta a pisotearlos; con el corazón y con la boca, os digo que ni Isis, ni Apolo, ni Venus, ni vuestro mismo emperador, son nada. Podéis atormentarme, quemarme, cortar y destrozar mis miembros; es fácil romper un vaso frágil, pero el más acerbo dolor es incapaz de penetrar en el santuario del alma.»

Estas palabras merecían la muerte; pero en el primer momento los magistrados debieron quedar más bien maravillados que indignados. «Mira, niña—le dijo el juez—, es seguro que no sabes lo que dices: no has pensado en las lágrimas que van a inundar tu casa por tu necio proceder, ni en el borrón que arrojas sobre la nobleza de tu familia, ni en las alegrías que vas a perder destrozando así la flor de tu vida. Pero si no te importan las pompas doradas de un lecho aristocrático ni el amor de los pobres viejos que te dieron el ser, mira los instrumentos del suplicio, la espada, el ecúleo, el fuego que va a reír pronto lamiendo tus carnes. Puedes evitarlos de una manera sencilla: no tienes más que tomar con el extremo de tus dedos un poco de sal o bien unos granos de incienso.»

La virgen no respondió nada: arrebatada de una indignación cada vez más agresiva, escupió al rostro del pretor, arrojó al suelo el ídolo que había delante de ella, y de un puntapié derramó el incienso que le presentaban. De pronto se siente asida por robustos brazos. Dos hombres la sujetan, la extienden, rompen su túnica de seda. Ha llegado la hora del tormento, tan suspirada. Los férreos garfios abren surcos sangrientos en los costados de la niña. Eulalia contempla los rasgos vivos grabados en su carne palpitante. No llora, no gime, no tiembla; poseída de un entusiasmo divino, cuenta las heridas, y en medio de los suplicios canta con una intrepidez que asusta a los mismos verdugos. «Señor—exclama—, yo soy un libro en que están escribiendo tu nombre; ¡qué hermosos, oh Cristo, son estos caracteres que nos hablan de tu victoria!»

Las teas ardientes se acercan al tierno cuerpo arado y magullado; las lenguas de fuego se retuercen entre los brazos y los pechos, chisporrotea la sangre recalentada y tostada; empieza a arder la larga y perfumada cabellera, que descendía sobre el cuerpo como un velo pudoroso; la llama crepitante vuela en torno de su rostro, destrozándole con sus horribles caricias; y la virgen sorbe con avidez los ardores, y con los ardores la muerte. Los fuegos se amortiguan, cuelga exánime la cabeza virginal, los atormentadores huyen, los cristianos se acercan, y de la boca de la mártir sale una paloma que hiende jubilosa los aires: es su alma, blanca y dulce como la leche, ágil, inocente y pura. Y he aquí, prosigue el poeta, que el duro invierno cubre de nieve el foro, y el cuerpo de Eulalia queda cubierto también como de un lienzo que le envía el Cielo. Dios mismo se encarga de hacerle las honras supremas.

Ahora, dice Prudencio, su sepulcro ennoblece a la ilustre metrópoli que alegra el Guadiana caudaloso, lamiendo sus bellas murallas con rápida corriente. Un almo resplandor ilumina allí los atrios de mármoles preciosos; el peregrino y el indígena se arrodillan ante las cenizas sagradas; sobre el lugar venerando se levantan los artesonados rutilantes; el oro irradia sus fulgores y los mosaicos adornan de tal modo el pavimento, que creerías caminar a través de un vergel florido.

De esta espléndida basílica hoy sólo quedan restos dispersos. El cuerpo de la mártir tampoco se ha conservado allí; un rey asturiano llegó un día a las orillas del Guadiana, halló el codiciado tesoro y se lo llevó a su pequeña capital, más allá de las montanas; y en Oviedo, en aquella inolvidable Cámara Santa, la de los Apóstoles de hieráticas vestiduras y ojos de zafiro, la de los fantásticos tesoros medievales, entre dípticos de marfil y relicarios de labor exquisita y arquetas de oro y de ágata y cruces magníficas; joyas incomparables del viejo arte español, y cuerpos de mártires famosos, descansan también el cuerpo virginal de la heroína. Pero hoy, como antaño, se puede recoger aquel ramillete poético, perfumado, como la cabellera de Eulalia, que el más delicado de los poetas colocaba ante el sepulcro de la más amable de las heroínas: «Cortad—dice Prudencio—las purpúreas violetas; recoged los sanguíneos azafranes: nuestros dulces inviernos no están sin flores; el hielo se deshace pronto entre nosotros, y permite a los campos darnos canastillas repletas. Jóvenes doncellas, niños inocentes, ofreced estos dones rodeados de hiedras y laureles; yo, en medio del coro, presentaré las guirnaldas de mis dáctilos, que, aunque pobres y marchitas, tendrán un aire festivo. Así conviene honrar los huesos sagrados y el altar colocado sobre ellos. Ella, recostada a los pies de Dios, ve nuestros homenajes, y agradecida a nuestros cantos, protege a sus pueblos.»

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