lunes, 20 de octubre de 2014

Santa Irene de Portugal

Britaldo, el hijo del conde, se moría. Era un mozo bravo, generoso y noble de sentimientos, tanto como de sangre, heredero único de Castinaldo, gobernador de Nabancia, la ciudad portuguesa que hoy se llama Thomar. Todos en el país lloraban aquella pérdida, al parecer irremediable. Los médicos decían que el mal era mortal, pero la causa misteriosa.

—Os doy mil sueldos—decía el conde—si me le salváis.

Y un hombre de ojos vivos y pequeños, de nariz de ave de presa, judío seguramente, había contestado:

—La ciencia ha hecho cuanto podía hacer.

El joven tomaba los remedios, pero sin esperanza de curar; ni comía ni dormía, y se iba quedando en los huesos. Su madre no se apartaba de su lado y lloraba sin cesar. Las amigas venían a consolarla, o, mejor dicho, a acompañarla en su llanto. Entre ellas llegó un día la sobrina del abad Salió, la monja Irene, la devota, como entonces se decía.

—Vengo a curarte—dijo, derramando sobre el enfermo una mirada de infinita dulzura.

Al oír aquella voz, Britaldo sintió que le volvían las fuerzas. Levantó los brazos, como si quisiese abrazar alguna cosa, y respondió:

—¡Oh, sí! Tú puedes hacerlo mejor que esos hombres de suficiencia estúpida y picos de grajo.

Irene era la única que tenía el hilo de la enfermedad. Su convento estaba allí cerca, a la orilla del río Nabao. En él vivía retirada, sin preocuparse más que de servir a Dios. Una vez al año, el día de San Pedro, la comunidad tenía la costumbre de salir a oír la misa solemne que se decía en la iglesia principal. Este último año, al volver al monasterio, le hormigueaba en el alma una desazón, que durante muchos días no la dejó rezar la salmodia con su antiguo fervor. Durante toda la función, un mancebo no había cesado de mirarla, y aquel mancebo, harto conocido en toda la tierra, era el hijo del conde. La figura del joven turbó su sueño algunas veces; en alguna ocasión le vio después rondando cerca del monasterio, y un día, paseando en el huerto, que se extendía junto al río, oyó una canción muy triste, en que se hablaba del olvido en la muerte. Luego su alma fue tranquilizándose, hasta que supo que en el castillo cercano el hijo del conde se moría. Por su mente pasó el pensamiento de ir a visitarle y a consolarle. «Es una temeridad», le decía una voz; pero el corazón le respondía: «Es la caridad cristiana. Ese conde tan bueno para los pobres, esa pobre madre, ese joven, todo lo ligero que se quiera, pero que no es malo...» Habló con su tío el abad, y el abad fue también de su parecer; y aquí estaba ahora delante del mancebo, después de haber orado largamente en su celda. Ella, en pie delante de Britaldo, y la madre, a la cabecera.

—Bueno—le dijo—, yo puedo curarte; créeme que hace días no hago más que rezar por tu salud.

—No es eso, no es eso—replicó el doliente con impaciencia.

—Pues otra cosa no es posible; sería un gran crimen, un horrible sacrilegio; yo he hecho a Dios una promesa y debo cumplirla. Soy la esposa de Cristo, y no puedo pertenecer a ningún hombre.

—¡Ay, qué terrible es esto!

—Ofrece este sacrificio por tu salud; mira, yo rezaré por ti, más aún, yo te amaré como a un hermano; pero no intentes llevarme al perjurio, porque eso sería desearme el mayor de los males.

Irene decía estas palabras con acento conmovido: su actitud era seria y dulce a la vez; amable sonrisa se dibujaba en sus labios, aumentando la fuerza de sus razones. El enfermo la miraba arrobado, y ya no se atrevía a insistir. Estaba vencido, dispuesto a olvidar y a vivir. Así lo confesaba él mismo, y añadía:

—Tus palabras me han llenado de consuelo; no te olvides de mí cuando a medianoche te levantes a rezar; como una hermana, ¿oyes?, como una esposa de Cristo, pero sólo de Cristo.

Irene sonrió, y después de haber colgado una reliquia al cuello del enfermo, salió de la habitación. Pocos días después, la misma madre de Britaldo vino a decirle con lágrimas de agradecimiento que su hijo había salido de peligro.

Como todas las figuras de la leyenda dorada, Irene era extraordinariamente bella. Los que la veían quedaban prendados de su hermosura. Por fortuna, eran pocos los que podían llevarse la imagen de su cara y la luz de sus ojos. Aunque entonces no existía la clausura canónica, rara vez salía del monasterio. Pero había un monje que se llamaba Remigio, hombre de mucha sabiduría, que había recibido el encargo de instruir a las religiosas. Él solo tenía el privilegio de verla casi todos los días, y como era menos santo que sabio, quedó herido del mismo mal que el hijo del conde.

Irene creyó que le curaría con el mismo remedio, pero no pudo conseguir nada. Ya lo dijo el refrán antiguo Corruptio optimi pessima. Remigio pensó la venganza de su desaire. Como era hombre de letras, conocía una planta cuyas raíces tenían la virtud de hinchar el cuerpo; y ésta fue la receta que aconsejó a la virgen en una enfermedad. Pocos días después cundió el escándalo por todo el monasterio.

El monje lanzó su carcajada diabólica; la pobre monja no cesaba de llorar y Britaldo decía a uno de los hombres de su confianza:

—Mira, Sonna, es algo que me resisto a creer.

—Pues no tienes más que verlo como lo he visto yo. La hermanita te ha resultado hermanastra.

—¡Perjura!—gritaba el joven—-. ¡Y decías que nunca serías más que de Cristo! Pero yo sabré castigar eso que tú llamas un crimen horrible.

—Dejadlo, señor; no creo que debáis perder el sueño por tan poca cosa.

—No es poca cosa; me ha despreciado indignamente; ha jugado conmigo. ¡Malvada, sacrílega!

Así decía el mancebo, sin poder contener su indignación. Después, bajando la voz, dijo al escudero:

—Mira, Sonna: te doy mi cinturón de rubíes si haces que no pueda yo volver a ver a esa fementida. Es el mayor servicio que espero de ti.

Era un amanecer otoñal, una mañana de resplandores rosados y gotas de rocío en las riberas del Nabao. Las monjas habían salido de maitines. Unas habían vuelto al lecho, otras se habían quedado rezando en la iglesia, y algunas habían empezado sus labores. Irene, mientras tanto, se encaminaba al huerto para esconder entre las parras y los manzanos en flor su vergüenza y su amargura. Seguía llorando sin consuelo. La tristeza y el llanto habían marchitado su belleza. De rodillas en su rincón favorito, debajo de un laurel cuajado de pajarillos retozones, clavaba en el Cielo sus dulces ojos arrasados en lágrimas, y decía, como Santa Cecilia: «Señor, hágase inmaculado mi cuerpo, inmaculado mi corazón, y no sea confundida eternamente.» Y repetía sin cesar la misma oración. En esto, un hombre saltó la tapia, y los primeros rayos del sol naciente se juntaron con el brillo de una espada. Hubo un grito, y tras él, una mirada llena de estupor y de misericordia; oyóse el golpe del acero segando un cuello de nieve; varias rosas otoñales cambiaron su color amarillo por un rojo vivo y caliente, y tras una pausa, un cuerpo que parece caer en el agua, y ruido de pasos de un hombre que se aleja.

La escena sólo la vio Dios, y Dios la descubrió. El cuerpo virginal siguió a merced de las aguas hasta el punto en que el Nabao se arroja en el Tajo. Allí se detuvo, irradiando luminarias y derramando maravillas. Los habitantes de la tierra le recogieron con veneración y le erigieron un templo, y la ciudad cercana, que hasta entonces se conoció con el nombre de Scalabis, se llamó en adelante Santa Irene = Santarén. Remigio y Britaldo confesaron su crimen, y marcharon en peregrinación a Roma.

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