domingo, 27 de julio de 2014

Homilía


Salomón -primera lectura- ha pasado a la historia como un rey sabio, prudente y hábil, aunque no alcanzó la popularidad de su padre, David, ni tampoco fue fiel a Dios, puesto que cayó en la idolatría.

Las riquezas que amasó durante los primeros años de su gobierno fueron fruto de su obediencia amorosa a Dios.

La ostentación de su Corte, los escarceos amorosos con la reina de Saba y la adopción de costumbres paganas enturbiaron los últimos años de su reinado y dejó abierto un conflicto entre sus hijos por la sucesión, que terminó dividiendo el reino en dos mitades: Israel, al norte, con capital en Samaria, y Judá, al sur, con capital en Jerusalén.

La tradición bíblica refleja en los Libros sapienciales que la verdadera riqueza es Dios mismo y el santo temor hacia Él.
Esta es la razón por la que Salomón y la mayoría de los reyes posteriores fueron desechados por Dios, al no mantener la Alianza sellada con sus antepasados.

La pobreza y la riqueza no vienen avaladas por la abundancia o carencia de dinero.
Es rico quien conforma su vida a los planes de Dios y es grato a sus ojos; es pobre quien se aparta de Dios y no sigue sus caminos.

Todos deseamos ser felices, pero la amargura se intercala constantemente en nuestros planes, nos ponemos nerviosos ante los problemas y acabamos echando a otros la culpa de nuestras frustraciones, cuando el mal reside en nosotros mismos.

Si falta confianza en la familia, falta también en la sociedad. Así nos encerramos en un círculo vicioso, que no aporta nada bueno a la convivencia humana.
Debemos cambiar de mentalidad, mirar a las personas de nuestro entorno con los ojos de amor con los que Dios nos ve y abandonarnos a su Providencia.

Esta en una forma de obrar, irrisoria para los no creyentes y mandatarios sin escrúpulos, pero para los verdaderos creyentes es la única forma de estabilizar la felicidad que Dios ha sembrado en nuestros corazones.
Amando no nos equivocamos nunca, aunque nos respondan con desprecio.

Desde esta perspectiva, San Pablo afirma que
“a los que aman a Dios todo les sirve para bien” (Romanos 8, 28).

Si creemos, de verdad, que Dios es Padre misericordioso, sabemos que vela por nosotros y no nos abandona.

El papa Francisco, que conoce el devenir diario de la gente de la calle desde sus vivencias como párroco y cardenal-arzobispo de Buenos Aires, nos alerta en su Carta Apostólica “Evangeli Gaudium” del peligro de caer en la tristeza y el desencanto, dos de los grandes enemigos de la humanidad.

Esta tentación, propia de un derrotismo malsano, nos lleva a mostrar una Iglesia triste, con cristianos que se limitan a cumplir los preceptos religiosos, pero sin cuestionarse personalmente la entrega que Cristo pide a sus seguidores.

Todos tenemos un poco la culpa de la imagen que damos de la Iglesia; unos por intransigencia y falta de diálogo, otros por rigorismo impositivo, y la mayoría por creer que en las celebraciones debemos mantener un talante serio, austero e incluso distante.

No atraeremos a nadie poniendo cara de vinagre o frunciendo el ceño.
La imagen luminosa de Jesús, anunciando el Reino de Dios, supuso un estallido de alegría, una fiesta para celebrar, incluso con publicanos, pecadores y gente de mala vida.

Se respira actualmente bastante pesimismo, tanto en los ámbitos religiosos como en los sociales, a medida que vamos perdiendo la confianza en los políticos, en las instituciones y en las redes sociales.

Es cierto que los planes de futuro que, a menudo, elaboramos, para fomentar el interés y la buena armonía entre los ciudadanos, suelen fracasar, pero no nos impide seguir insistiendo. El éxito y el fracaso son las dos caras de la misma moneda, pero no para llegar a la conclusión de que “nada se puede hacer”.

La fe en Jesús es le principal baluarte, en estos momentos de crisis económica y escasez de valores morales, para afrontar los problemas que nos atañen con dinamismo alegre y sin la presión de una resolución inmediata. Es bueno compartirlos, airearlos y vivir con esperanza e ilusión, virtudes que no cuestan dinero.

El evangelio nos invita a luchar contra el derrotismo y a buscar motivaciones que llenen de luz interior las oscuridades del alma.

Para ello nos ofrece, en primer lugar, la parábola del tesoro escondido en el campo: “El que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo”
(Mateo 13, 44).

La segunda parábola, la del comerciante en perlas finas que,
“al encontrar una de gran valor, va a vender todo lo que tiene y la compra”
(Mateo 13, 46),
responde al mismo planteamiento

Ambas parábolas coinciden en la alegría que experimentan lo protagonistas al entrar en posesión del tesoro encontrado.

La parábola de la red barredera, que recoge toda clase de peces, buenos y malos, tiene una explicación escatológica con la mención velada del Juicio Final.
Dios es bueno, nos da libertad y responsabilidad, pero no todo es de su beneplácito: lo bueno es bueno y lo malo es malo; sólo lo bueno tiene futuro en Él.

El mundo y la Iglesia necesitamos, más que nunca, abrir el corazón a la novedad de las ofertas positivas y dejarnos asombrar por el valor de lo sencillo y cotidiano.
Se nos plantea, por consiguiente, vigorizar la propia vida con todo aquello que nos hace crecer como cristianos y ciudadanos de a pie.
Si somos personas de bien, encontraremos en Dios y su Reinado el tesoro y la perla escondidos, el supremo amor, que alegre y dé sentido a nuestra existencia.

La vida que se nos regala no es para dilapidarla en la frustración depresiva de aspiraciones terrenas de grandeza, dinero y poder, siempre inalcanzables, sino para entregarla con el gozo de sentirnos amados y protegidos por Dios.

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