miércoles, 26 de septiembre de 2012

SAN COSME Y SAN DAMIÁN Mártires

Traedme a esos hombres de la religión perversa de los cristianos—dijo el juez.

—Delante de tu tribunal los tienes—respondieron los escribanos.

—Decidme vuestro nombre, vuestra condición, vuestra religión y vuestra patria—añadió el magistrado, dirigiéndose a los reos.

—Somos de una ciudad de Arabia.

—Y ¿cómo os llamáis?

—Yo me llamo Cosme—respondió uno de ellos—- y el nombre de mi hermano es Damián. Descendemos de ilustre familia, y profesamos la Medicina.

—¿Y vuestra religión?

—La cristiana.

—Bueno—replicó el magistrado—; renunciad a vuestro Dios y sacrificad a los grandes dioses que fabricaron el Universo.

—Tus dioses son vanos—respondieron ellos—y puros simulacros; ni siquiera se les puede llamar hombres, sino demonios.

—Atadles de pies y manos—ordenó el juez—y dadles tormento hasta que sacrifiquen.

Mientras los verdugos destrozaban sus carnes, los mártires sonreían y decían al juez:

—Presidente, ya puedes atormentarnos con más diligencia, pues te advertimos que ni siquiera sentimos el dolor.

El origen árabe de los mártires y aquella resistencia en medio de los suplicios hicieron pensar al juez que se hallaba en presencia de dos magos, y, burlándose de ellos, les dijo:

—Enseñadme el arte de la magia, y comulgaré con vosotros.

—Síguenos en nombre del Señor—respondieron ellos.

Era natural que el gobernador se negase a seguirlos; pero desde este momento entramos en el reino de la imaginación. La leyenda popular se fundió con las actas proconsulares, poblándolas de fantásticas maravillas: los camellos hablan, los demonios manejan el látigo, las piedras se vuelven hacia los que las tiran, los hierros se rompen, el fuego refrigera y el mar se hace sólido. En realidad, ninguna de estas cosas es imposible; pero de hecho ya no sabemos más de San Cosme y San Damián. Cansado de su obstinación, el juez mandó que les cortasen la cabeza. En su historia, lo auténtico se mezcla con la fabuloso, y al leer las actas lo distinguimos con bastante facilidad. No nos sucede lo mismo con otros dos mártires que ayer mismo nos recordaba la hoja del calendario, y que el lector habrá visto, acaso con extrañeza, ausentes de este libro. San Cipriano y Santa Justina son los héroes de un relato novelesco que aparece por voz primera en el siglo IV y que repercutirá durante muchos siglos en la literatura universal. El lector piensa seguramente en El mágico prodigioso, de Calderón de la Barca, y en las aventuras de Fausto y Margarita. Pero ya a principios del siglo V novelaba, o, mejor, renovelaba el tema una emperatriz algo romántica de Bizancio, Eudoxia, mujer de Teodosio II. Si existió o no existió Santa Justina, es ya difícil averiguarlo; pero el otro protagonista de la leyenda era ya confundido, por Prudencio y San Gregorio de Nacianzo, con San Cipriano, el gran doctor, obispo y mártir de Cartago.

No sucede lo mismo con estos dos médicos famosos, tan venerados en todos los siglos cristianos. El principio de sus actas tiene el valor de lo auténtico, y el juez que los interrogó es un personaje histórico bien conocido. Se llamaba Lisias y pertenecía a la casta execrable de los Dacianos, los Ricciovaros y los Anulinos. Veinte años más tarde seguirá buscando cristianos, discutiendo con ellos, azotándolos y quemándolos. Ahora, a principios del reinado de Diocleciano, gobierna en Cilicia; y fue en Cilicia, en la ciudad de Egea, donde se encontró con los dos médicos árabes, para enviarlos a la muerte y darles la inmortalidad. El culto de los dos santos se extendió con increíble rapidez. Mirábaseles como a infalibles protectores contra toda enfermedad. Desde el Cielo seguían ejerciendo su profesión sobre los cuerpos y las almas. Desde Bizancio, su memoria se extiende por todo el Occidente, y llegan a ser tan populares, que sus nombres entran en el canon de la misa. Roma les consagra nueve basílicas. San Isidoro pone sus estatuas en el lugar preferente de su botica, y los españoles del siglo VII, cuando llega el 27 de septiembre, acuden a la iglesia en busca del ungüento milagroso que, bendecido por el sacerdote en nombre de San Cosme y San Damián, les libraría durante los años de pestes aéreas e influencias diabólicas.

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